Fuente: La Nación – Desde 1965, Copetín Fiat ofrece este plato que surgió por la necesidad de los operarios de la fábrica de automóviles que estaba enfrente.
“Me dicen que cometí un sacrilegio”, confiesa ente risas Gregorio Papaianni, dueño de Copetín Fiat, un pequeño comedor y café de 30 metros cuadrados donde reposa gran parte de la bohemia proletaria de Caseros. Está frente a la exfábrica Fiat, desde donde salieron todos los modelos 600 que invadieron al país. “Es el auto más querido de todos”, dice. El sacrilegio para muchos también es el secreto de por qué se volvió de culto: hace el “Comprimido”, un sándwich de jamón crudo, queso y dulce de batata.
“Es un placer oculto” dice Papaianni. De niño comían en su casa ese sándwich a escondidas. Sin embargo, ese placer secreto era común a todos los que concurrían al Copetín. La historia cuenta que los italianos que llegaban a la fábrica a la hora de comer lo pedían, las razones por obvias eran sencillas: solo tenían 20 minutos para almorzar y debían “comprimir” el almuerzo y el postre, de ahí el dulce de batata, y también el nombre. “Algunos pedían jamón cocido y membrillo”, agrega Papaianni.
“No existe un sándwich así en el mundo: es único”, confirma Hernán Bodaño, cliente de toda la vida y vecino. Nació a media cuadra y desde chico participó de la ceremonia de ver llegar una consagrada embajada de obreros que cruzaban la calle desde la fábrica hasta la esquina de Wenceslao de Tata y Cervantes, en el corazón de Caseros norte. “Es como una droga: una vez que lo probás, no hay vuelta atrás”, dice Antonio Papaianni, padre de Gregorio. Los últimos 60 años los pasó detrás del mostrador.
El sándwich, hoy un objeto de veneración para los sibaritas, nació con el comedor, pero también por el espíritu de los vigorosos obreros e ingenieris italianos que necesitaban consumir la mayor cantidad de comida en el menor tiempo posible, con la condición de que todo sea de calidad y con sabores propios de la cocina familiar. En 1965 los tíos de Antonio tenían un almacén en esa esquina y cuando la fábrica abrió cambiaron rápidamente de rubro. Copetín al Paso, se llamó. Simple y directo al corazón.
Comedor
“Se convirtió en el comedor externo de la Fiat”, dice Papaianni. En Caseros se vivió una pequeña pero intensa revolución industrial, la actividad era frenética, las familias de los obreros se afincaron alrededor de la fábrica y la población creció al ritmo del Fiat 600. La demanda de “Fititos” fue desbordante. Hasta 1982 se fabricaron más de 300.000 unidades. Todas salieron de la esquina frente al “Copetín al Paso”
En 1968, Antonio, con 18 años se hizo cargo de la atención, al poco tiempo conoció en el mismo barrio a su actual esposa y en 1975 nació Gregorio: todos trabajaron y modelaron la leyenda de esta esquina donde el pasado obrero forma parte del presente, de manera indisoluble: “No hemos cambiado nada”, afirma Papaianni.
El universo se centró en esta encrucijada para la familia. Muebles, butacas, vidrios y vajilla, y, por sobre todo, los códigos de aquellos años, permanecen vivos e intactos en este rincón de Caseros.
La fábrica cerró, pero la mística quedó. La zona es aún fabril. A pocas cuadras, Peugeot hace algunos de sus modelos más populares, también Peters fabrica licores y aperitivos. El paisaje es de una Argentina que resiste: grandes galpones, comercios, industrias. Caseros se mueve. Veredas arboladas, calles de casas bajas y jardines en flor. Aquel Copetín al Paso mutó en Copetín Fiat, el pequeño cambio se hizo a partir de la llegada de Gregorio.
“Es el bodegón del barrio”, confiesa Bodaño. Desde las 5, antes del alba, se ven luces en la cocina: todo lo que ofrecen lo producen ellos, la familia está unida en las ollas y los fuegos, ese es el misterio y la razón de la vigencia de este copetín donde en horario pico suelen entrar más de 70 personas en un espacio donde caben veinte. Las mesas en la vereda dan la chance de mirar un Fiat 600 que sobresale en la ochava donde estaba la fábrica.
Generaciones
“Con el tiempo el lugar se volvió inmortal”, sostiene Papaianni. Se centró en rescatar recetas de vecinos, obreros de las fábricas y de su familia. Un ejemplo como muestra: desde 1978 su madre hace la torta de ricota. Otro: el “Comprimido” se sirve desde 1965. “Es difícil encontrar un antecedente de un sándwich así”, advierte Papaianni.
Los clientes que entran los esperan con ansiedad y emoción. El salón es una reliquia de un tiempo pasado que se mantiene vivo, amable y en movimiento. Una barra frente a un espejo refleja la cafetera brillante y las estanterías donde descansan tesoros que hacen referencia al Fiat 600, un detalle custodia una emoción pura: un mate que tiene la forma de este vehículo al lado de botellas de aperitivos que han marcado épocas y generaciones.
“La idea es la exuberancia”, dice Papaianni y cumple con su palabra. En los huecos que dejan las estanterías, los pizarrones enumeran, con letra chica para optimizar mejor el espacio, una lista inagotable de platos: empanadas de ananá y pollo, roquefort y membrillo, de morcilla, de peras y de nueces con mozzarella, de trucha, tortillas de muchas clases, sándwiches de salame, de milanesas, de jamón cocido, matambre, longaniza.
En el mostrador se sucede un espectáculo emocionante: toda la producción familiar se expone como obras suntuarias, todo está ordenado meticulosamente. Es fresco, se hace en el día y se termina al final de la jornada.
El menú
“Si pasas por afuera nunca vas a creer toda la comida que podés probar”, cuenta Papaianni. La composición ilusiona: un mbejú comparte escena con una focaccia hecha con carbón activado, carnes, buñuelos de acelga, arancinis y divididos por un vidrio, las delicias dulces, la torta de ricota, vasca, flan, pastafrola y dos tesoros: las sfogliatellas de “La Pompeya” (clásica panadería italiana del barrio de San Cristóbal, en la vecina ciudad de Buenos Aires) y los canalés. Estos últimos de una receta que los trabajadores franceses de la Peugeot les cedieron.
Una peculiaridad favorece la fantasía de estar en un lugar seducido por un hechizo: regiones de nuestro país y países lejanos se unen en un mostrador que no tiene más de cuatro metros.
“Es como estar en la cocina de mi abuela”, dice Bodaño. La madre de Gregorio, Beatriz Giannetti, camina en silencio, como flotando, detrás del mostrador, con su mirada lo recorre, su padre habla con los viejos clientes y hace marchar los cafés. Un grupo de jóvenes que salen del colegio entran por una puerta, mientras por la otra, algunos vecinos se juntan para tomar un café esperando que salga lo que todos vienen a buscar: “El Comprimido” Cerca del mediodía, salen los primeros.
¿Por qué causa tanta devoción? “Porque es genuino”, se aventura Papaianni. Se unen además factores intangibles, hilos emocionales que pellizcan fibras intimas: la cercanía con la fábrica donde se hicieron los Fiat 600, el espíritu fabril, la tranquilidad barrial y la bohemia de un mundo y una época que se resisten a abandonar este presente de vértigo y ascetismo de sentimientos honestos.
Al paso
“Es un boliche de barrio en el que comen al paso al mediodía los vecinos y los obreros de las fábricas cercanas”, resume así la esquina Diego Valenzuela, intendente del Partido de Tres de Febrero. Además de su función política es periodista, historiador y se interesa por preservar aquellas esquinas gastronómicas como Copetín Fiat, que lo incluyó como “Bar Notable” Es asiduo cliente. “Se ha convertido en una esquina mágica visitada por gente de todos lados”, afirma Valenzuela.
“Estos lugares son centros culturales, no solamente bares o restaurantes”, reflexiona. El menú que diseñó Gregorio, con fuerte anclaje en lo barrial, pero con vuelos innovadores lo ha posicionado entre los “turistas urbanos gastronómicos” que recorren estos territorios para buscar aromas que se escapen de la estandarización. “Lo lindo del Copetín Fiat es esa mezcla social entre el obrero, el vecino y el sibarita”, refuerza Valenzuela.
“Es el último bastión de los sabores familiares: acá estás en otro planeta”, confiesa Bodaño. El Copetín Fiat abre de 8 a 15, de lunes a viernes y no hay intenciones de caer en la tentación de romper las tradiciones y modificar horarios. “Somos un copetín para la gente que labura”, cuenta Papaianni. Solo analiza abrir el sábado al mediodía para aquellos puristas que disfrutan el menú empezando por un aperitivo. “Lo más importante es que después de comer, te vayas con una sonrisa”, concluye Papaianni.