Fuente: La Nación – Tomás Treschanski tiene 26 años y grandes ambiciones: se formó en el Cordon Bleu de Londres, trabajó en cocinas multipremiadas del mundo y apostó todo en Buenos Aires a una propuesta de fine dinning para diez comensales por turno en un menú de 14 pasos con un cubierto que llega a 118 mil pesos por persona.
Pasen, vean, degusten. A partir de ahora es posible que nada sea exactamente lo que creían. Acomódense y déjense llevar hacia un territorio desconocido. El espectáculo está por comenzar. Atención: comer, aquí, es una acción que va sobre una idea. Piénsenla a través de las sensaciones, perciban con todos sus sentidos. Y, especialmente, disfruten. Están por conocer una de las propuestas más sofisticadas (y caras) de la escena gastronómica actual en Buenos Aires: el nuevo restaurante Trescha, de Tomás Treschanski.
La experiencia consiste en recorrer un menú de 14 pasos donde cada uno fue diseñado en un laboratorio. Allí, en la test kitchen que se ubica en el primer piso y parece un ambiente de ciencia ficción, se emplearon desde máquinas innovadoras (como las rotovaporadora, la extractora de aromas, la centrifugadora) hasta técnicas ancestrales como los métodos de fermentación. La misión es cocinar sin límites, que todo sea plausible de ser comida, desde un aroma hasta una emoción.
Paso a paso será servido con criterio estético y destreza: se utilizan pinzas para ubicar estratégicamente una flor o escamas logradas a través de las composiciones más sorprendentes, goteros para una pizca de gel y rociadores para lágrimas sutiles de algún líquido. Cada plato es una obra de arte en pequeño formato.
Una aclaración importante: por plato entiéndase tanto la comida como la vajilla, que fue concebida por artesanos magistrales de la cerámica y del vidrio (Santiago Lena y Teresa Garay) junto al chef.
“Usar platos blancos únicamente es una manera infalible de aplanar una experiencia gastronómica”, afirma Treschanski al narrar cómo imaginó su acervo con texturas, formas y colores versátiles.
Las copas, también disímiles, son de cristal Riedel y traerán en cada escala del itinerario el maridaje a elección. En las curadurías del head sommelier Sebastián Casa y su equipo, además de combinaciones de vinos de altísima gama -nacionales e internacionales- hay una propuesta cien por ciento sin alcohol que alterna destilados, infusiones, jugos y fermentos, algunos con ingredientes que se repiten en los platos y otros en contraste. “Por un lado es una medida inclusiva para no dejar afuera a quien no bebe alcohol, ya sea porque no puede, no le gusta, no tiene ganas, porque está haciendo un detox o va a conducir luego, por lo que fuera -explica Tomás-; y es a la vez una manera de ensanchar el concepto de la gastronomía sin límites porque son bebidas especialmente elaboradas para cada paso. No es como en el caso de los vinos que ya existen y se trata de una búsqueda, de una elección. Acá es una concepción”.
La platea se dispone en una barra que envuelve la cocina a la vista: un gran escenario donde una veintena de personas prepara las comidas con cierta solemnidad y siguiendo una coreografía cuidadosamente estudiada que se repite ante diez comensales en cada función: son dos turnos por noche, muy exclusivos y con estricta reserva.
“La gastronomía que surge de la investigación y que se expresa como una rama del arte, cada día es igual y cada día es diferente. Es un proceso”, analiza Treschanski.
En la escena hay humo, fuego, aguas. Aunque el movimiento es permanente, todo sucede sin caos, en perfecto orden y con una limpieza impoluta. En silencio. Sólo se escucha la música y el ruido de los materiales de los utensilios al chocar entre sí.
De esta factoría de fine dinning irán llegando a la mesa-barra platos que escapan a las obviedades: se verán como flanes con caramelo, pero serán una crema de coliflor con caldo de rabo; parecerán esculturas de vidrio, pero serán láminas de calabaza; aparentará ser vino, pero se tratará de jugo de arándanos; habrá flores líquidas que lucirán como bombones calientes; canastas enmarañadas con seso en su interior, lonjas de pichón, pescados, aceites exóticos y pimientas originales.
Hay una opción vegetariana y otra libre de gluten, pero no se trata de platos reemplazados, sino de menúes completamente distintos que se balancean en su propio equilibrio.
En Trescha se sirven alimentos cristalizados, esferificados, gelizados, espumizados, vaporizados, rostizados, centrifugados, prensados, fermentados, emulsionados. Son los medios en los que se transportan -viajan, se difunden- las ideas de Tomás Treschanski.
El joven chef tiene 26 años recién cumplidos y una trayectoria que lo llevó lejos en poco tiempo. Apenas terminó el colegio secundario fue a Inglaterra para formarse en Le Cordon Bleu London. No porque lo apasionara la idea de ser cocinero, sino porque ninguna otra disciplina le interesaba. Así que llegó sin grandes expectativas, tras una decisión que tomó casi por default.
Sin embargo, no tardó en encontrarle el gusto. Leer mucho, estudiar, hacer pasantías, trabajar en cocinas, gastar hasta el último centavo que ganaba en comer en variados restaurantes (“salir a comer como un trabajo, como un aprendizaje”, dirá él) hicieron que la motivación aflore y de a poco fue completamente cautivado por un mundo del cual ya no iba a querer salir.
Trabajó en España, en Dinamarca, en Suecia, fue aprendiz en Azurmendi, Barrafina, Frantzén, 108 y Boragó donde se impregnó de todo lo que podía suceder dentro de una cocina, pero también en el entorno: captó una visión 360 del servicio de gastronomía.
La pandemia lo trajo nuevamente a Buenos Aires y ahí surgió la idea de lanzarse al emprendimiento propio. Buscó socios y salió a buscar una casa antigua donde montar un restaurante. Encontró en Villa Crespo el espacio donde anteriormente funcionó I Latina y no dudó. Ni se le ocurrió preguntarse si podía transformar ese espacio en lo que quería, lo dio por hecho. Pero no iba a ser tan sencillo. “Si hoy volviera atrás, empezaría consultando al arquitecto”, se ríe Tomás y deja en claro que la lección fue aprendida. En mucho más tiempo y con mayor esfuerzo del calculado, tiró todo abajo y junto al arquitecto Santiago Irurzum de Awa Estudio, hicieron todo casi de cero.
Y más también, porque fue el espacio por sí mismo formateó la posibilidad de ideas que aún no habían sido pensadas: el sitio perfecto para una barra tragos sumó una barra de tragos al diseño de la propuesta, el primer piso ideal para un laboratorio dio origen al laboratorio que hoy es un sello de Trescha, la terraza tan soleada invitó a tener una huerta propia. La obra crecía en envergadura y, a la par, también el proyecto que hoy lo vuelve protagonista.
Con un precio de cubierto de base que despega en 46 mil pesos y se eleva hasta 118 mil pesos por persona (de acuerdo al maridaje que se escoja), Trescha es considerado actualmente el restaurante más caro de Buenos Aires. Y aunque la definición no le sienta cómoda (“muchas personas cenan por más dinero en otros lugares que no tienen precio fijo”, justifica Treschanski), lo cierto es que tampoco su objetivo está puesto en el número. “No nos interesa bajar la calidad para mejorar los costos”, asegura y explica que no se escatima al buscar los mejores productos, estén donde estén, ni al invertir en investigación, y el tiempo que se necesite.
El menú es sofisticado y, sin embargo, aunque reconoce la complejidad, Tomás asegura que “es la propuesta más simple que somos capaces de hacer, todas las que vendrán serán superadoras”. Para él, el trabajo que actualmente le ocupa el 90 por ciento de su vida no apunta a “llevar un alimento al estómago y llenar la panza, busco que se adquiera una experiencia que se vive en el momento y que queda, como un aprendizaje”.