Fuente: La Nación ~ En las sociedades de la antigüedad no había otro lugar de encuentro entre la nobleza que la Corte.
En la república romana, los baños, que luego adquirirían el nombre de turcos, se convirtieron en lugares de conversación para las clases altas que no tenían acceso a la Corte. En el siglo XVIII, con la Edad Moderna y el surgimiento de la burguesía, afloraron los salones, generalmente dirigidos por una gran dama; allí se codeaban la aristocracia y la burguesía, dando pie a todo tipo de intrigas y habladurías, como lo muestra Marcel Proust. La expansión de la burguesía tornó necesaria la existencia de lugares de reunión para cuyo acceso bastara con tener buena presencia y poder pagar la consumición. Así nacieron los cafés.A su vez las clases más bajas crearon sus propios lugares de encuentro, llamados tabernas.
En los cafés existió al principio, y hasta bien entrado el siglo XX, una discriminación por clase y también por género.Las mujeres solas casi no asistían, a riesgo de ser mal consideradas, y solo había un sector, separado del resto por una mampara, llamado “Salón para familias”, donde quedaban recluidas. Los primeros bares porteños estaban en las proximidades del Cabildo. En 1799 surgió el Café de los Catalanes, caracterizado por reunir a los adversarios del Virrey; y dos años después, en 1801, el Café de Marco, donde se juntaban los que estaban a favor.
Si bien ambos cafés sucumbieron durante el siglo XIX, el Café de Marco reabrió con ese nombre y evocaciones del original, pero en otra dirección, siendo lugar de cita de los miembros de la logia masónica. Algo muy típico de los pueblos en el siglo XIX y principios del XX fue la pulpería, donde acudían guitarristas y payadores, por lo que podríamos decir que fue un antecedente del café concert.
En la Avenida de Mayo y sus cercanías, ya en el siglo XIX, nacieron bares clásicos como El Tortoni y Los 36 Billares. El Tortoni se hizo famoso por las tertulias de poetas, siendo Alfonsina Storni una asidua concurrente. Federico García Lorca, que durante su exilio vivió en el Hotel Castelar, solía juntarse con amigos en el sótano de Los 36 Billares, que quedaba enfrente. Ya en el siglo XX la Avenida de Mayo se llenó de cafés y en la esquina de Salta, durante la Guerra Civil Española, había dos bares, el Iberia, frecuentado por los republicanos, y el Español, que era refugio de los franquistas. De vereda a vereda, se intercambiaban amenazas. Cuando se ensanchó la calle Corrientes fueron muriendo los bares de Avenida de Mayo y hoy sobreviven solo El Tortoni, gracias al turismo, y Los 36 Billares, ayudado por shows típicos de tango. Jorge Luis Borges fue adoptando distintos cafés durante su vida.
En su época madrileña frecuentó el café Colonial y la legendaria peña del Pombo, donde conoció a Rafael Cansinos-Assens y a Ramón Gómez de la Serna. Ya en Buenos Aires participó de las reuniones de los sábados a la noche que se celebraban en La Perla del Once, trabando allí amistad con Macedonio Fernández. En una etapa posterior Borges solía ir al café Saint Moritz, que quedaba cerca de su casa.
Años más tarde La Perla del Once se convirtió en un refugio de rockeros: tocaban en un sótano en barrio norte y luego se iban caminando hasta La Perla. Tanguito (de quien se dice que habría escrito “La Balsa” en el baño de ese lugar) muchas veces se quedaba a dormir allí, porque no podía volver hasta donde vivía, en Caseros.
Durante mi infancia, en los años cuarenta, mi padre y mi tío me llevaban a una cervecería de nuestro barrio de Constitución, El Gazzolo, en Salta y Brasil. Ese es mi primer recuerdo de algo parecido a un bar: el piso tapizado con cáscaras de maní y, colgando, los jamones importados de España. Allí mi tío me hizo probar cerveza por primera vez.
Por esas coincidencias del destino, durante la dictadura, cuando dictaba cursos clandestinos de sociología en mi casa, uno de los asistentes, Jorge Anitúa, resultó ser nieto del dueño de aquel típico establecimiento. Había una segunda cervecería alemana a la que íbamos, La Guillermina, en el pasaje Ciudadela, esquina Salta, abierta en 1919, con su decoración cargada en madera y sus águilas teutónicas grabadas en la vajilla y las jarras. Era frecuentada por los pasajeros que, antes de abordar su tren hacia Adrogué, Mar del Plata u otros pueblos del sur, hacían allí una escala. Constitución por aquellas épocas no era el barrio lumpen que es hoy.
Cerca de mi casa vivían las familias de Enrique Pinti y de Graciela Borges. Y en mi propio edificio vivía el animador Héctor Coire, las escritoras de radioteatro Silvia Guerrico y Nisha Orange y una familia judía ortodoxa, los Grabois, cuyo hijo Roberto, a quien apodarían Pajarito, fue un importante dirigente peronista de Guardia de Hierro, y cuyo nieto, Juan Grabois, es hoy un mediático dirigente kirchnerista que, por algún motivo que desconocemos, se ha granjeado la amistad del Papa Jorge Bergoglio. Por eso no es raro que en Constitución hubiera confiterías donde las familias tomaban el té con masas, tal como Los Leones, en la calle Bernardo de Yrigoyen, y El Tren Mixto, cerca de la estación y con decoración Art Déco.
Héctor A. Murena, pareja de Lissi Justo –hija de Juan B. Justo–, también vivía en Constitución, a pocas cuadras de mi casa, en un departamento de dos ambientes en San José y Humberto Primo. Un día fuimos a verlo con un amigo, Héctor Ángeli. Le tocamos el timbre sin aviso, para pedirle su colaboración en una revista fugaz llamada Existencia, que publicábamos siguiendo juveniles impulsos sartreanos. Increíblemente nos atendió. Hoy en día, con las casas enrejadas y equipadas con alarmas antirrobo, es inimaginable que se le franquee el paso a dos desconocidos.
Yo era muy joven y ese encuentro fue mi contraseña para publicar en Sur. Cuando entré a la facultad de Filosofía y Letras conocí el café en la versión bohemia. Alrededor de esas pocas cuadras de la calle Viamonte, entre el bajo y Maipú, circulaba todo el ambiente intelectual de Buenos Aires, una suerte de fauna teratológica integrada por pintores, escritores, músicos, actores de teatro y meros diletantes.
Era una fiesta de bares y galerías de arte. El Bárbaro era casi exclusivo de los pintores y se podía ver a Federico Manuel Peralta Ramos comiendo una manzana con cáscara directamente con la mano. Yo en cambio frecuentaba el Florida, el Moderno, El Jockey o la Richmond. Allí conocí a una femme fatale llamada Renee, a quien María Gainza identifica como “La Negra”, que tuvo un tormentoso amorío con Oscar Masotta; a Sergio Mullet, poeta anarquista, actor de una única película y, sobre todo, uno de los hombres más bellos, admirado por mujeres y varones; a Alberto Greco, casi un pordiosero que en aquellos días vivía de los sándwiches que le regalaban los mozos, por cuyas obras hoy –ironía del destino– los museos internacionales pagan fortunas; a Sergio Renán, siempre impecable; al fotógrafo Iaros, un ucraniano excéntrico con pelos rubios como antenas, borrachín impenitente que andaba siempre con la cámara colgada en busca de la imagen inesperada; al memorable Ernesto Schoo, que por aquellos días se fue a hacerle una entrevista a Gabriel García Márquez sin haberlo leído; y a diversos personajes de la oligarquía bohemia: Cabito Bioy, Arturo Jacinto Álvarez o Adolfo “el Gordo” Mitre.
Al principio mi predilecto era el café Florida, que justamente estaba frente a la facultad, hasta que un día me echaron por mis modales un poco osados para la época. Un tiempo después Murena quiso ir igual y, pese a que él ya era un personaje conocido, le negaron la entrada por ir conmigo. A pesar de que vivíamos en el mismo barrio, con Murena nos citábamos en algún café del centro y cada uno llegaba por su cuenta viajando en tranvía. Pero volvíamos juntos caminando las veinte cuadras, por Salta o por Santiago del Estero, y Murena hacía escala en algún bar para tomar una ginebra de pie junto a la barra. Fue en el Jockey Club de la esquina de Florida y Viamonte, el más lujoso de la zona, con sofás de cuero, al que iba el mainstream de la intelectualidad porteña, donde me citó mi amigo Pepe Bianco, en su carácter de secretario de redacción de Sur, cuando Victoria Ocampo decidió echarme.
Cada bar tenía su trago fetiche: así como la Richmond se especializaba en un cóctel de champagne, en el Jockey el clásico era el clarito. Pepe Bianco tenía que devolverme el manuscrito de un artículo que ya no me publicarían. Fue en un bar para que quedara claro que yo no podía pisar nunca más la sede de la revista. La volví a pisar muchas veces, sí, pero cuando Victoria ya estaba muerta. Mi culpa había consistido en contrabandear una nota bibliográfica sobre un libro llamado Las Arenas, de Miguel Ángel Speroni, un escritor peronista hoy totalmente relegado. Victoria Ocampo no estaba enterada de muchas de las cosas que se publicaban, porque todo lo delegaba en Pepe Bianco, pero uno de los hermanos Canto, mientras tomaban el té en la casona de San Isidro, dijo con total malicia: “Ahora que Sur se ha convertido en peronista…” Victoria preguntó a qué se refería y de inmediato se habló de mi nota, lo que motivó mi despido.
La política ha incidido en el régimen de los bares. Durante la Segunda Guerra Mundial en el bar de Harrods se había producido una espontánea delimitación: de un lado se sentaban los aliadófilos; del otro, los partidarios del Eje. Otro ejemplo de ese entrecruzamiento: el Petit Café de Santa Fe y Callao, abierto a fines del siglo XIX, se hizo famoso como un reducto de antiperonistas. Salones con espejos, mesas de mármol veteado y sillones de cuero. De allí deriva el concepto de “petitero”, personaje caracterizado por una vestimenta paródica, que exacerba ciertos rasgos de la clase media alta. Esa fama de café oligarca la pagó el 15 de abril de 1953: aquel día de furia en que fueron saqueados el Jockey Club y la Casa del Pueblo también el Petit Café fue incendiado y la exagerada demora de los bomberos midió el odio reinante en la época. Durante aquel peronismo canónico el comisario Cipriano Lombilla había montado un centro de tortura para opositores en la comisaría 8ª, en la calle Urquiza, enfrente del Hospital Ramos Mejía. Más de una vez la víctima no resistía y terminaba en el hospital. Cerca de la comisaría había un bar. En sus mesas, apenas separados, se sentarían los torturadores y los médicos que atendían a los torturados. Hasta es muy probable que de tanto ir allí se conocieran e intercambiaran amables saludos. El nombre del bar, que aún hoy existe, parece un símbolo siniestro: Quitapenas. Con Masotta y Correas llegamos a constituir un trío existencialista sartreano. A Oscar Masotta lo conocí en el colegio normal, al que ambos concurríamos, aunque –por ese entonces– no alcanzamos a entablar la amistad que luego sí se anudaría cuando volvimos a cruzarnos en la Facultad de Filosofía y Letras. Disgustados con el ambiente clerical de las aulas, nos escapábamos enfrente, al bar Florida, a hablar sobre Sartre. Más adelante, cuando asistimos al curso sobre Hegel que daba Héctor Raurich, nos juntábamos por la noche a estudiar la Fenomenología del Espíritu en la Richmond, o incluso en el bar inglés del Plaza, con su asiento semicircular de cuero verde, sus pequeñas mesas redondas con vidrio y sus cuadros con escenas hípicas.
Carlos Correas escribió una carta a Sur a raíz de un artículo que yo había publicado, “Celeste y colorado”, sobre las eternas divisiones en la Argentina. Según confesaba en la carta había quedado muy conmovido con mi nota y quería conocerme. Lo cité en la Richmond y le abrí dos mundos desconocidos para él: la homosexualidad y la bohemia literaria. Masotta y Correas se conocieron por mí. Y ambos a su vez con David Viñas también por mi intermedio, con lo cual entraron al círculo de la revista Contorno. Un día habíamos salido de ver en un cine club Que viva México, de Eisenstein, y nos dirigíamos al bar de Las Heras y Pueyrredón. Apareció Iaros y nos sacó una fotografía que todavía conservo. Cambio de escenario Cuando me mudé a un departamento en Barrio Norte, adopté El Olmo como mi bar fetiche. Queda cerca de mi casa, en Santa Fe y Pueyrredón. En tiempos remotos había sido un bar frecuentado por nazis que se arremolinaban alrededor de Juan Carlos Goyeneche, un periodista católico y antisemita que tuvo contactos con Pío XII y Benito Mussolini, y llegó a ser confidente de Perón. Goyeneche vivía en el sótano de un petit hotel de su familia. La vivienda subterránea (que décadas después sería el reducto donde tocaban los rockeros que terminaban sus noches en La Perla) asomaba a la calle y los transeúntes podían atisbar el interior, repleto de libros, por una suerte de rendija a ras del piso. En una segunda etapa El Olmo fue, por las noches, un bar donde prevalecía la clientela gay. Tal vez por eso la Municipalidad tuvo la mala idea de ponerle “Carlos Jáuregui” a la estación de subte cercana. Jáuregui era gay, pero también era castrista y guevarista. ¡Cómo se va a homenajear a la comunidad gay poniendo el nombre de alguien que festejaba a quienes en Cuba organizaron un campo de concentración (el eufemismo era “rehabilitación”) para homosexuales!
Con los años en El Olmo armamos un grupo que al principio estuvo integrado por un cuarteto: el editor Isay Klasse, Jorge Anitúa –alumno de mis cursos clandestinos–, Juan Carlos Balduzzi y yo. La mesa se fue agrandando, se sumaron con los años Fernando Iglesias y, fugazmente, Grobocopatel, el rey de la soja. La tertulia tuvo su apogeo a principios de este siglo, hasta que se disolvió casi imperceptiblemente, golpeada primero por la muerte de Klasse y luego por la pandemia. Con Marcelo Gioffré, cuando preparábamos el programa televisivo Aguafiestas, íbamos al bar del Plaza a tomar los clásicos coloraditos y claritos, que llegaban con unos canapés servidos en bandejas plateadas. El medio siglo transcurrido desde mis primeras visitas allí con Masotta hizo que ese bar pasara de esnob a old fashion. A una cuadra del Plaza está el Florida Garden, originalmente muy frecuentado por los artistas que circulaban en los alrededores del Instituto Di Tella y también por espías de los servicios de inteligencia. Conserva su decoración de cobre en las paredes, escaleras y columnas. En la vidriera hay una escultura con las típicas caras facetadas de Marta Minujín. Aún hoy es posible encontrar a algunos sobrevivientes de aquella experiencia ditelliana. Es una lástima que la arquitectura moderna haya ido reemplazando las ventanas guillotina por los paños fijos, que otorgan al salón un hermetismo de pecera. Tanto en El Olmo como en La Ópera, de Corrientes y Callao, ocurrió esa operación. La Ópera es otro de los bares a los que me gustaba ir antes de que lo reformaran. La decadencia de la calle Corrientes, después de los cierres de los bares Ramos y La Paz (donde Jorge Asís sitúa escenas de su novela icónica), es indisimulable. En La Ópera solía encontrarme con José Martínez Suárez, que alguna vez dijo: “Sebreli es la segunda persona que más sabe de cine argentino”. La primera estaba implícita, era el genuino sujeto de la frase: él. En los últimos tres lustros, con Marcelo Gioffré erigimos una tradición contracultural: los jueves de La Biela. Ese bar, que conserva las ventanas guillotina, en sus orígenes fue frecuentado por cocheros fúnebres que salían del cementerio de la Recoleta y por personajes del mundo automovilístico, lo que le impuso el nombre. Nuestro horario es el crepuscular. Es frecuente que intelectuales, políticos y lectores pasen por nuestra mesa, que siempre es contra la ventana.
Este año hicimos una excepción: trasladamos la ceremonia crepuscular de los jueves a un domingo a la mañana. Los invitados eran un Premio Nobel y una política española, que estaban de paso por Buenos Aires: Mario Vargas Llosa y Cayetana Álvarez de Toledo llegaron hasta nuestra mesa de La Biela. Con Vargas Llosa nos habíamos conocido en los años sesenta en otro café, el Old Navy de Saint-Germain-des-Pres, y habíamos discutido: él defendía a Julio Cortázar y yo, que sospechaba de su oportunismo político, lo atacaba. Lo había visto en los tempranos cincuenta deshacerse en elogios ante Victoria Ocampo y no dudaba de que, llegado el caso, haría lo mismo ante cualquier otro poderoso, sin importar demasiado su ideología. Poco tiempo después mi profecía se cumplió: bastó que Fidel Castro le otorgara cierto rol para que lo llenara de ditirambos y cortesías. Recordamos con simpatía en esta cita porteña nuestro lejano desencuentro parisino y Vargas Llosa atinó a concederme algo de razón, tal como luego lo confirmó en un generoso artículo. Ejerzo mi resistencia en medio de una ciudad en la que todos los bares tienen grandes televisores, siempre encendidos en algún olvidable partido de fútbol, o rock a todo volumen que atenta contra la conversación. Una ciudad donde la gente joven va a los bares de moda de Palermo a tomar cerveza o aperol spritz. Yo he ido algunas veces allí y no me he podido sentar en ningún café porque no hay gente sola, ni siquiera parejas, solo hay manadas de jóvenes. Son mesas altas y en la calle, con cuatro personas como mínimo. Si fuera y me sentara solo con un libro en la mano a tomar un café todos me mirarían como a un bicho raro. Me pregunto melancólicamente, en medio de su peripecia declinante, cuál será el destino de los cafés cuando termine este siglo. El autor es ensayista y sociólogo. Su próximo libro Entre Buenos Aires y Madrid. Diálogos con Blas Matamoro (Sudamericana) se publicará en agosto