Fuente: Cronista ~»Como decimos siempre los cocineros, nuestro primer acercamiento a la cocina es en nuestras casas. En mi caso, fue con mi mamá y mi abuela, ambas húngaras. El tema de los sabores y estar en la cocina siempre me llamó mucho la atención, lo sentí como un refugio”, relata Mariana «La China» Müller.
Cocinera desde hace 35 años y al frente, junto a su marido Ernesto Wolf, de Casa Cassis, el restaurante que funciona en su hogar en Bariloche, podría decirse que convirtió la cocina en un refugio compartido que abre sus puertas en la Patagonia para disfrutar de platos hechos con productos de su propia huerta.
“Soy bastante tímida, pero en los últimos años me fui abriendo porque una tiene que estar conectada. Y, además, tengo proyectos lindos, sociales y comunitarios con la región, para compartir. Inicialmente la cocina era mi cueva y una forma de expresarme también: cocinaba mucho en mi casa, en los campamentos. Nunca imaginé que de grande iba a tener un restaurante”, explica.
Estudió la carrera de asistente materno-infantil porque le gustaban los chicos, pero cuando le tocó hacer las prácticas profesionales se dio cuenta que no era de lo que quería trabajar. Su papá le consiguió una pasantía en el mítico Harrod’s de la peatonal Florida, donde se dio cuenta que la gastronomía era lo suyo. A esos años le siguieron temporadas en Mendoza, en Uruguay y luego de vuelta en Buenos Aires.
Hasta que, como si su tierra la llamara, le llegó una propuesta para trabajar en una hostería en Esquel, la ciudad en donde nació y vivió hasta los 5 años. “Al mismo tiempo nos conocimos con Ernesto: a los 6 meses estábamos viviendo en Esquel. Ahí arrancamos el proyecto del restaurante, hace ya 25 años. En realidad, la vocación y la profesión fueron esos 10 años previos, pero es cuando tenés tu restaurante que realmente empezás a aprender y a buscar. Me llevó unos 15 años entender cuál era mi cocina”, relata.
En Esquel atendían el restaurante y vivían en el piso de arriba, donde nacieron sus hijos Jerónimo, Nicolás y Mateo. En abril de 2002 emigraron a Alemania por casi dos años y volvieron a la Argentina a fines de 2003, pero esa vez se instalaron en Bariloche, donde Cassis funciona desde enero de 2004 y llegaron sus hijas Ona y Anika.
Desde enero de 2006 están ubicados sobre el Peñón de Arelauquen, en el Arelauquen Golf and Country Club, a orillas del lago Gutiérrez. Allí combinan su ascendencia alemana y austrohúngara con su cocina de productos de la región andino-patagónica.
Con 25 años de trayectoria, ¿cómo definís a Casa Cassis hoy?
El restaurante es una excusa de mi forma de vida: a partir de ahí defino dónde estoy y cómo quiero vivir. Tiene que ver con el hecho de que en nuestra casa conviven el proyecto familiar y el gastronómico: el restaurante funciona porque nos gusta cómo vivimos. Lo que estamos tratando de hacer es transformarlo en un lugar de encuentro, que el restaurante vaya virando hacia un espacio de cocina donde pasan muchas cosas. Quiero que haya distintas actividades como presentaciones de libros o muestras de pintura, charlas temáticas y que después se cocine sobre ese tema. Abrir el restaurante más a la comunidad.
¿Cómo diseñás la carta con esa impronta patagónica que te caracteriza?
La carta de Cassis es estacional: estamos abriendo los dos meses de temporada de invierno y los tres meses de temporada de verano, así que en realidad va por estación, según los productos básicos que encontramos en la Patagonia y en la huerta.
¿Cuál es el secreto para sostener un emprendimiento gastronómico tantos años en la Argentina?
Siempre fuimos muy inquietos y hemos ido adaptándonos. En 2002 nos fuimos a Alemania unos años, volvimos, nos instalamos en el centro de Bariloche y después en Villa Arelauquen. También sumamos la bodega de vinagres, que surgió como un impulso para las temporadas más bajas y está teniendo una mayor injerencia. Creo que la clave está en no parar de inventar, crear distintas alternativas, ser flexibles e inquietos, saber adaptarse. Es como suelen decir los emprendedores: cometés muchos errores hasta que alguna te sale bien (risas).
Tus vinagres hoy son una marca registrada y una unidad de negocios en crecimiento. ¿Cómo surgió la idea?
Teníamos una pequeña boutique de productos que hacíamos para el restaurante y estaban a la venta. Cuando explotó el volcán en 2011, se frenó todo, y nos preguntábamos cómo hacer para sostener el equipo activo con algo que no tuviera una demanda económica muy fuerte, porque no estábamos teniendo ningún tipo de rentabilidad. Ahí se me ocurrió hacer unos dressings, que era juntar un jugo con un vinagre. Era simple y tenía en boca todos los sabores ácidos que me gustaban de las preparaciones más complejas. Arrancamos con ese concepto de aderezos a base de vinagre durante dos años y después me agarró el deseo de hacer nuestros propios vinagres. Pienso que los límites te generan muchas otras miradas y posibilidades a que tener en cuenta.
¿Creés que los vinagres serán el próximo fetiche de los foodies?
Cuando arrancamos nos decían que estábamos totalmente locos porque nadie consumía vinagre. Hoy vemos mucha más aceptación, porque no son vinagres intensos ni fuertes. Lo que nos benefició en este camino loco es que empezó todo el tema de los fermentados y eso ayudó a alimentar este pequeño hobby que cada vez me apasiona más. En la Patagonia está tan difícil que con lo gastronómico tengo un cierto límite de la gente que viene, según la temporada y la situación económica; mientras que con el vinagre me puedo dedicar a explorar y seguir creando porque es un mercado distinto. El día de mañana la intención es exportar.
¡De Bariloche al mejor restaurante del mundo! ¿Cómo fue la convocatoria de Mauro Colagreco para que armes un laboratorio de vinagres en Mirazur, en Francia?
Es un proyecto lindísimo, que fue maravilloso. ¡Y está abierto! Le armé un laboratorio de vinagres y una pequeña bodega. Fui justo en la época de primavera-verano, cuando explotaban las hierbas, las flores. Me inspiró muchísimo trabajar dentro de un restaurante como el de Mauro, porque veía los platos y enseguida se me ocurría qué vinagre podía ir. Porque algo de lo que no hablamos tanto es de la versatilidad del vinagre: la gente cree que es para una ensalada, pero cuando uno trabaja en las distintas posibilidades – más dulce, más sutil, más floral, más añejo, más herbal- aplica en todo momento de la mesa. En su justa medida, la acidez de los vinagres se encarga de realzar sabores y armonizar los ingredientes que participan en la preparación de platos tanto salados como dulces, en tragos y hasta refrescos. La clave está en descubrir cómo y en qué cantidades combinarlos.
¿Qué es lo más desafiante en la convivencia del proyecto familiar y el gastronómico?
Lo disfrutamos mucho, es una forma de compartir con los chicos a través de la huerta o haciendo los vinagres. También fue una manera de educarlos como se hacía antes en el campo: legarles un aprendizaje a través de la propia cultura del trabajo. Cuando estoy en la huerta se suelen dar conversaciones con los chicos que no suceden en otro lado. Fuimos siempre muy abiertos: hoy los chicos son súper creativos, expresivos y me dan fuerza para seguir.
Ahora todos los cocineros valorizan el producto. ¿Qué falta para el comensal lo replique en su mesa?
Capaz que hace 10 años no había una diferencia tan marcada, pero hoy agarrás un alimento industrial y muchas veces no tiene gusto a nada, parece un pedazo de plástico. Creo que la gastronomía se está involucrando en muchas áreas que sobrepasan al paladar, que buscan el equilibrio saludable de la persona.
¿Cuáles son tus planes?
Estamos armando una pequeña cooperativa de productores con los chicos de Bioconexion, quienes venden nuestros vinagres en el Mercado de Belgrano. Además, me gustaría trabajar con más fuerza junto a los productores de frutos rojos de la comarca: las posibilidades son enormes, pero la cadena es muy lenta. Sueño con tener una bodega de vinagres en la Comarca Andina con productos de toda la región.