Para muchos el picante es una de las grandes grietas de la gastronomía mundial. De un lado hay países como México, Tailandia o la India, donde el picante es parte de la dieta habitual; del otro, está buena parte de Europa, con picantes suaves o ausentes de la mesa cotidiana. Pero lo cierto es que ese mapa maniqueísta muestra demasiados grises. En el fondo de esa grieta coexisten infinitas relaciones con los picantes que no precisan ser tan extremas. Argentina, hasta hace muy poco, era uno de los pocos lugares del continente donde el picante era directamente mal visto (con excepciones en la cocina del noroeste). «Le ponías pimienta negra a los platos y ya te miraban mal», cuenta Darío Muhafara, dueño de Green Bamboo, el restaurante vietnamita que desde hace más de 20 años brilla en la esquina de Costa Rica y Carranza. «En los platos vietnamitas los picantes se sirven aparte, pero cuando hacés un curry, es imposible prepararlo sin usar ajíes. Al principio, los ofrecíamos en versiones que iban de suaves a fuertes. Ahora, de a poco, vamos sacando la opción suave del menú», explica.
La globalización del picante
La lengua percibe cuatro sabores básicos (ácido, amargo, dulce, salado), a lo que se suma el umami, el quinto sabor, definido como «sabroso». El picante, en cambio, no es un sabor, sino una sensación táctil: es simple y llanamente dolor. La cebolla, el ajo, el jengibre, los rábanos, la mostaza, la pimienta negra o los infinitos ajíes multicolores poseen componentes químicos para defenderse de sus depredadores. Y si bien cada sustancia trabaja de un modo específico, en todos los casos el fin es el mismo: enviar un mensaje de dolor al cerebro. En su libro La cocina y los alimentos, el periodista Harold McGee da posibles explicaciones de por qué este dolor es bienvenido en las mesas del mundo. «Los picantes pueden ser el equivalente comestible a montar una montaña rusa, un riesgo forzado que dispara incómodas señales de aviso en el cuerpo. Pero como las situaciones no son verdaderamente peligrosas, podemos hacer caso omiso del significado normal de estas sensaciones, y saborear el vértigo, el susto y el dolor por sí mismos». También, dice McGee, la irritación añade una nueva dimensión a la experiencia de comer. «Así es», afirma Alfredo Morales, uno de los dueños de Ulúa, la taquería mexicana ubicada en Chacarita. «Cuando llegamos al país era imposible encontrar ajíes frescos en los mercados, apenas había un par de variedades. Pero desde hace dos o tres años empezaron a aparecer más opciones. Nosotros usamos jalapeño, chile de cascabel, también el panca. Y traemos México el chipotle y el guajillo. No se trata de ir a enchilarte: cuando probás nuestros tacos no te aturden, sino que te ofrecen más sabor. Es un picante que te invita a seguir comiendo. Y no sólo todos lo aceptan, sino que muchos piden que les agreguemos más salsa por encima», cuenta.
El fenómeno es global: el mundo entero se rinde de a poco a los sabores picantes. «Moda caliente: las salsas picantes están que arden», afirmó el Wall Street Journal, dando cuenta de esta tendencia. Entre las estrellas, está la ya famosa sriracha, una salsa regional tailandesa reconvertida en fenómeno mundial, presente en toda hamburguesería y locales de comida rápida (compitiendo casi con el ketchup), utilizada también en combinación con mayonesa. En la Argentina se consigue fácil en el barrio chino, y hay una versión nacional hecha por Pampa Gourmet, con ajíes orgánicos fermentados. Otras salsas incluyen el aceite de sésamo con ají (indispensable en todo buen restaurante chino), la cada vez más de moda gochujang coreana y la reconocida Tabasco, junto con varias marcas artesanales como Ajisoso (con su salsa Cabrón), o Don Cirilio (salsa de ají habanero y morrón). Otros importan sus propias salsas, como es el caso de The Stand. Allí, el estadounidense Mark Schwerin aprovecha el versátil formato de la empanada criolla para rellenarla con todo tipo de mezclas. La de carne picada, panceta y jalapeños es súper intensa; lo mismo la de queso, cebolla y ají rojo. Pero sin dudas el premio a la empanada más picante del país se la lleva la de pollo al curry verde, predilecta de la pequeña comunidad india que vive en Buenos Aires.
Para Justin y Timmy, la dupla a cargo de Chicken Bros, el local especializado en pollo frito, el picante es la razón de su existencia. «Extrañábamos los picantes y nos pusimos a crear mezclas. Hoy tenemos un picante coreano, también la salsa Suicidio. Y lo más picante, las Lágrimas de diablo», cuenta Timmy.
Para darse una idea, el nivel de picor suele medirse en unidades Scoville (que representa cuántas veces un picante puede diluirse en agua hasta pasar desapercibido). Una sriracha mide unos 2000 Scoville, la tabasco llega a los 4000. Las Lágrimas del diablo, dicen, alcanzan los dos millones de unidades Scoville. «Hacemos el #PicanteChallenge: una porción de cinco alitas de pollo por $100, cada una con dos gotas de Lágrimas del diablo por encima». En Instagram las víctimas de este reto miran a cámara con frentes transpiradas y mirada triunfal. «Cada vez tenemos más clientes argentinos, en especial de las generaciones más jóvenes, de 15, 20 años de edad. Ellos se anima a probar, quieren sabores diferentes. Y una vez que te enamorás del picante, querés más», dice Timmy, mientras anuncia que muy pronto abrirán su primera franquicia en la ciudad.
El picante está en todos lados. En la comida, incluso en los cócteles (con bebidas como el ya clásico Absolut Peppar o el más novedoso licor mexicano Ancho Reyes, saborizado con ajíes poblanos ahumados) y también en golosinas y snacks. «En Latinoamérica, los sabores intensos o picantes se ubican en el top 3 en búsquedas de Google. Y la venta de este tipo de productos crece dos veces más rápido versus el resto de la industria», asegura Melisa Hogg, Marketing Manager de PepsiCo en Argentina. No es casual que esta empresa, número uno en el mundo en materia de snacks, haya lanzado durante 2019 la plataforma Flamin’Hot en Argentina, compuesta por tres productos: maní japonés Manix, Doritos y papas fritas Lays, todos motorizados con la potencia del ají picante. «Argentina es uno de los primeros países a nivel global, fuera de México y Estados Unidos, donde lanzamos esta plataforma. Vemos mucho potencial, sobre todo en los consumidores más jóvenes. Y la repuesta ya está por encima de lo planeado», culmina.
Martín Estol comenzó el Instagram @locosxelpicante como un hobby, recorriendo restaurantes con amigos a ver quién se animaba a comer más picante. De a poco este pasatiempo fue mutando en una pequeña idea comercial: Martín armó su propia huerta de ajíes importados y hoy vende las semillas para que cada uno cultive por su cuenta. Medidos de 1 a 5 en intensidad, ofrece jalapeños, habaneros, peperoncino, el tremendo bhut jolokia, el pequeño bacio di satana, e incluso el temido carolina reaper, considerado el ají más fuerte del mundo. «Suelo vender los más picantes, pero la verdad es que en los más bajos encontrás sutileza y mucho sabor. Hay picantes que se perciben en distintos lugares del paladar, también de la nariz. Ahora estoy probando para sacar mis propias salsas», cuenta.
Sin dudas, la mayor aceptación que los argentinos tenemos de los picantes proviene de una creciente oferta gastronómica comandada por las inmigraciones que se fueron dando en las últimas décadas en el país. Restaurantes peruanos, coreanos, colombianos, mexicanos, estadounidenses, entre otros. La gastronomía, lejos de ser estática e inamovible, es permeable a tradiciones e interpretaciones. Y nuestro creciente amor por el picante lo comprueba.