Pedro Peña y Germán Sitz, los creadores de los restoranes más hiteros del 2018

Fuente: La Nación ~ Es martes, 10 de la noche. Palermo está en calma, incluso hay dónde estacionar, algo que tiempo atrás era impensable en el principal polo gastronómico del país. Estamos todavía lejos del fin de semana y la crisis económica se hace sentir. Restaurantes con mesas vacías, menos gente caminando por la calle, mucha cervecería extendiendo su happy hour. Pero hay excepciones: ahí, en Thames 1810, delante de una puerta de color rojo, una constante cola de clientes espera ser acomodada en las mesas. Esta escena se repite el resto de la semana: todos quieren ir a Niño Gordo, una de las aperturas más comentadas del año (abrió en diciembre de 2017), también la más fotografiada en redes sociales. Si la terna existiese, este restaurante se llevaría sin dudas el premio al restaurante más instagramero de la ciudad, con sus 143 lámparas de papel rojas colgando del techo, con las peceras en la entrada donde flotan medusas de plástico, con sus fuegos a la vista, donde los cocineros trabajan con movimientos hipnóticos y con una comida repleta de sabores asiáticos aplicados a
ingredientes de raigambre nacional, como las mollejas o el bife de chorizo.

Niño Gordo es creación de Pedro Peña y Germán Sitz, dos cocineros millennials -el primero tiene 32 años, el segundo 29- que demostraron entender como pocos la escena gastronómica argentina actual. Pedro es el creativo de la dupla, el que piensa los proyectos, los platos y las ideas; «el ruso» Germán -así lo llama Pedro- es el que los lleva a la realidad, el que maneja los números, las cocinas y el personal. Ambos son los mismos que están detrás de La Carnicería, el lugar que hace cuatro años se animó a derrumbar muchos de los lugares comunes de las parrillas argentinas; abrieron también Chori, con ya tres sucursales, donde reversionan el clásico sándwich nacional en múltiples variantes; hace un par de meses inauguraron Juan Pedro Caballero, churrería contemporánea y canchera; e incluso tienen un pie como socios capitalistas en Donut Therapy, el local especializado en dónuts de estilo yanqui, si bien allí las riendas las maneja Gustavo Castillo, creador original de la idea. «¿Empresarios gastronómicos? No, ni de cerca, tan solo nos gusta hacer cosas nuevas», se sonríe Germán. «Tenemos un proyecto nuevo casi cerrado, otros dos en espera, y las ganas y la motivación de seguir creciendo para darle a Buenos Aires lugares que la ciudad se merece», suma Pedro.

Dupla de ideas

Después de Tipula, cada uno continuó su camino por separado, pero reencontrándose: Pedro, más constante, siguió con Hernán en el hotel Fierro, luego trabajó en Florería Atlántico, donde la parrilla era el foco central. De allí a La Carnicería había tan solo unas brasas de distancia. Germán, en cambio, fue yendo y viniendo, pasó por Florería un tiempo, luego viajó y trabajó en España, junto al premiadísimo chef vasco Martín Berasategui. «En un momento sentí que ya había trabajado lo suficiente en cocinas de otros, que tenía la capacidad y las ganas de hacer algo propio. Me junté con Germán, que estaba en la misma que yo, y nos pusimos a pensar qué hacer. Nos decidimos por el producto número uno de la Argentina, la carne. No teníamos dinero, tan solo uñas,
esfuerzo y unos pocos ahorros personales. Nos prestó plata la abuela del ruso, sabíamos que el lugar tenía que funcionar. Por eso fuimos a la carne, una apuesta más segura, algo que todos comen. Además, la familia de Germán criaba ganado, podíamos asegurar la calidad. El tema era entonces qué hacer con esa carne. Abrir una parrilla más significaba competir con otras mil opciones similares en la ciudad. Entonces pensamos un concepto más joven, con otro tipo de ingredientes, con sabores que nadie se animaba a hacer, aunque sean cosas simples, como el bife con hueso. El ruso perdió 15 kilos antes de abrir, por la responsabilidad de tener que devolver el dinero. Esa necesidad nos obligó a poner todo, a trabajar muchísimo. Cada mañana me tomaba un tren a las cuatro para ir al quinto infierno, a un frigorífico en Malvinas Argentinas, y aprender allá cómo despostar una media res. También fui a Córdoba e hice un curso con el maestro Francisco Izarduy, que lleva 50 años haciendo chorizos y chacinados caseros. Pensamos cada detalle, para que la puesta sea ganadora,
sí o sí. Puede sonar tonto, pero creo que la buena onda ayuda a que todo salga bien. Cada noche le decía a Germán que se durmiera tranquilo, que el lugar iba a ser un éxito», recuerda Pedro.

Nueva generación

Los restaurantes y los proyectos comandados por la dupla Peña-Sitz muestran así características que comparten con otros lugares exitosos de
Buenos Aires, dando forma a un estilo que irrumpió con fuerza en la gastronomía local. Cocineros jóvenes con experiencia a sus espaldas, muchos
argentinos, pero también hay varios expatriados, todos con ganas de independizarse abriendo locales de bajo presupuesto, con los dueños al frente, y apuntando a cocinas repletas de identidad y aromas intensos. Lugares informales, relajados, donde la prioridad es el ambiente y los sabores. «Un restaurante de tres estrellas Michelin tiene que tener todo perfecto: servicio, comida y ambiente. Comer ahí te puede salir US$200, US$300. Por eso, cuando querés hacer algo más popular, tenés que decidir dónde bajás. Si reducís cada categoría a la mitad, no sirve, eso fracasa: algo tiene que seguir siendo excelente. Nosotros, como cocineros, priorizamos el producto, lo que llega al plato. Luego, el ambiente. Y todo con una gran base detrás, la relación precio calidad. Esto no significa siempre ser barato, sino que el cliente obtenga más de lo que pagó. Y eso se relaciona también con tener buenos productos, buenas materias primas y tratarlas con respeto», explica Germán

La lista de lugares que responden a esta nueva gastronomía porteña tiene grandes nombres en su haber: ahí está Gran Dabbang como el ejemplo más premiado. Un pequeño, incómodo y despojado espacio conducido por Mariano Ramón, donde este cocinero da rienda suelta a platos supercreativos, que mezclan elementos de sus viajes por el sudeste asiático con una pasión sin igual por el producto local. No extraña que Ramón sea el encargado de armar el mercado dentro de la feria Masticar, ni que este año haya entrado a The Fifty Best como uno de los mejores lugares de Sudamérica. Pero hay mucho más para mencionar: nombres tan dispares como Nola, la sandwichería identificada con Nueva Orleans que está inaugurando su primera franquicia, o Benaim, el sitio que le dio rock a la cocina judía callejera. Se suman Tintorería Yafuso, mínimo local para 11 comensales -no vayan sin reserva previa- donde se pueden comer algunos de los mejores niguiris del país; Anafe, el «puertas cerradas» de un octavo piso de Colegiales que más ruido hizo en 2018; 416 Snack Bar, con sus deliciosas tapas del mundo homenajeando a la ciudad de Toronto; Sheikob’s Bagels, trayendo el pan en forma de anillo más famoso del planeta, o Georgie’s, una taquería en Chacarita, entre muchos más.


En su mayoría, son lugares económicos o de precio medio, mezcla de street food con mucha técnica e ingredientes especiales. Es un cambio gastronómico que se apoya en un cambio cultural, como bien explica Germán. «Cada vez más cocineros en el mundo deciden dejar de hacer lugares de lujo y abrir algo más descontracturado, relajado. En la Argentina, pasa lo mismo y no es por la crisis económica, sino porque está cambiando el cliente. Hay un público más joven que busca otras cosas, que no quiere la mesa tradicional con música tranqui y la comida de siempre. Yo voy a restaurantes así y me duermo».
Del mundo, para el mundo Así, buena parte de los que están empujando la nueva gastronomía porteña provienen de distintos rincones del mundo. Y la mayoría tiene socios argentinos, que a su vez son cocineros que hicieron el camino inverso: nacieron en el país, pero en algún momento se fueron a recorrer otros lados del planeta, como pasó con Germán Sitz, que vivió de niño en un kibutz en Israel y que trabajó en el país vasco. Este ida y vuelta de sabores, regiones, productos es parte intrínseca del modo de comer actual. Llegan así las arepas de un lado, los curries del otro; se suman los tacos, los
churros, las dónuts, los yakitori, los bagels y tantas más delicias. Las materias primas típicas de una zona se mezclan con ingredientes bien
locales, como sucede con las mollejas laqueadas con miso, un plato best seller de la carta de Niño Gordo. El trillado «crisol de razas», que más bien debería pensarse como un crisol de culturas, del que tanto gusta hablar en la Argentina, se hace sabor en las sartenes de los restaurantes.

«No ser argentino tal vez me dio más libertad para hacer las cosas, una suerte de ignorancia que te ayuda a repensar y a revalidar cocinas y materias primas sin miedo a equivocarte. Cuando pensé en una choripanería, los chicos me dijeron que no iba a funcionar. Pero mirado desde afuera, era increíble que en el país del choripán nadie se especializara en hacer choripanes. Con los churros pasa algo parecido: son productos tan cercanos, tan metidos en la cultura de los argentinos, que ya no reciben la importancia que merecen. Trabajar sobre ellos, con una mirada nueva, es como apostarle al caballo que va a ganar, a cosas que les gustan a todos. Con Niño Gordo la apuesta fue a lo que Buenos Aires representa, una ciudad supercosmopolita donde todavía hay muy poca oferta respecto de la demanda posible. Claro que a estas ideas luego hay que meterles mano, para dar algo interesante y no seguir bastardeando un
producto», dice Pedro.

Puro olfato

Abrir un restaurante es más que cocinar ricos platos en una cocina. En una época en la que el dinero escasea, entender qué busca el nuevo comensal es clave. Pero se trata de una línea muy delicada: no sirve seguir y agotar una moda (lo que viene sucediendo con hamburguesas y cervecerías fotocopiadas), sino estar siempre un paso más allá, encontrando un eje propio sobre el cual cambiar las reglas del juego. Cuando abrió La Carnicería, todavía muy pocos trabajaban con una mirada distinta sobre la carne. Estaban Elena y Le Grill, con sus fantásticos dry aged; estaba Don Julio, investigando sobre embutidos y el peso de la faena, o La Cabrera, pionero en la renovación parrillera. Pero La Carnicería fue más allá: una parrilla que no ofrecía papas fritas, que
no tenía simplemente molleja o chinchulines, sino que a todo le daba una vuelta de tuerca propia. Hoy es común servir chorizos con huevo frito, pero
hace cuatro años era de una modernidad absoluta. Niño Gordo también apareció en el momento justo, subiéndose a una revolución asiática junto a lugares
como Kyopo, 430 Ramen Bar, Bao Kitchen, El Quinto, el flamante Kho en el Mercado de Juramento, el genial Opio Gastropub, Fu King, Koi Dumpling y otros, en una moda que sigue creciendo: hace tan solo unas semanas abrió The Night Market, nuevo bar asiático en Palermo. Y apenas un tiempo antes de que abriera Juan Pedro Caballero, estaba inaugurada La Churrería en el Mercado de San Telmo. Siempre hay tendencias que cruzan la gastronomía, modas que marcan caminos. Lo importante es saber dónde subir. Y, también, cuándo bajar.

«Me enamoré de la cocina asiática, de las barbacoas coreanas. Iba todo el tiempo a los restaurantes coreanos en Buenos Aires; viajé a Asia por tres meses y trabajé en distintas cocinas; estuve en Vietnam, Japón, Corea, China. Así nació Niño Gordo, un lugar donde -como en La Carnicería- el fuego es protagonista, pero desde un punto de vista muy distinto. Hace 13 años que vivo en la Argentina, hace nueve y medio que trabajo y me rompo la espalda para entender y aprender, para crecer de manera orgánica. Todo lo que logramos es por trabajo y pasión, y siento que podemos dar todavía más espacios y conceptos para Buenos Aires. Esto lo puedo hacer porque tengo un socio que es de oro. Obviamente, tenés que estar viendo qué pasa en el país y qué pasa en el mundo, pero a la vez es importante darte cuenta de qué te gusta hacer a vos, como cocinero, y poner todo ahí adentro», dice Pedro.


«Sí, todos laburamos por plata, pero eso no puede ser el objetivo inmediato. Nosotros hacemos cosas que nos satisfagan, que nos llenen, y esperamos que como consecuencia de esa pasión y trabajo venga lo otro, ganar dinero. Pasamos decenas de horas acá adentro. Cuando abrimos La Carnicería éramos cuatro personas: Pedro, yo, y en el servicio estaban mi hermano y mi primo. Arrancábamos a las 10 de la mañana haciendo la producción y terminábamos a las cuatro del día siguiente lavando todo. Ni bachero teníamos. Sin pasión no podés hacer esto, es una locura», dice Germán. Una locura que demostró ser exitosa. Una locura no muy distinta de servir un churro recién frito, relleno de salsa de tomate, pintado con manteca de ajo y envuelto en lonjas de jamón crudo, como el que sirven hoy de almuerzo en Juan Pedro Caballero.

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