– «Me tengo que ir a Mar del Plata», le respondió con desparpajo.
– «Ok, no hay problema. En cuanto termines tu tarea, te podés ir. Y te recomiendo algo. Hacelo con amor, porque si no cocinás con amor, no te va a salir bien«, aseveró su jefe mientras se daba media vuelta y seguía supervisando todo de cerca.
«En ese momento me di cuenta que me había equivocado. Realmente la mousse había salido espantosa. Yo estaba muy apurada. ¡Me quería ir! Pero decidí cambiar la energía, conectarme con el momento y el resultado fue muy bueno». Patricia Gabriel no lo supo en ese momento, pero había incorporado una de las grandes enseñanzas que aplicaría de allí en más, tanto en su carrera como en su vida personal.
De genes y pasiones
Criada en una familia numerosa -y quizás inspirada por la cocina de su madre-, Patricia se había volcado de lleno al mundo de la gastronomía. Se especializó en pastelería y panadería, consiguió un puesto de trabajo en el prestigioso restaurante Lola, dio clases de panadería y pastelería y cuando creía que su vida estaba ordenada y marchando sobre ruedas, un diagnóstico confirmó una sospecha.
«Fui al médico por un control y, a pedido de mi hermana mayor Mariana, que es celíaca desde chica, me hice los estudios para detectar la enfermedad. Para mi sorpresa, resultó que lo era. Yo jamás había tenido síntomas. Y vivía rodeada de trigo, harina y comiendo pan. Era feliz en ese mundo. En la endoscopia salió que tenía el intestino bastante dañado. Solo lo podía revertir con la dieta. A los 33 años mis estructuras se estaban desmoronando. Quedé en shock».
Cuando llegó a su casa sintió que su vida había quedado en suspenso. ¿Qué iba a hacer ahora? Patricia estaba dando clases de panadería y pastelería en escuelas de cocina. Hacía catering para 100 personas. ¡Y todo con gluten! «Lo que me ayudó fue entender que se trataba de mi salud. Y además tenía un hijo de tres años en ese momento, que dependía absolutamente de mí. No cuidarme podía implicar enfermedades más severas a futuro. Tardé dos años en volver a sonreír».
Su familia y su marido Eduardo especialmente fueron su soporte y contención en esos tiempos difíciles. Patricia decidió cerrar la cocina de su casa donde trabajaba y no cocinar más. Continuó con las clases en la escuela por unos meses más. Pero había cambiado: «pasé de ser una profesora alegre y compinche a otra malhumorada y sin empatía con los alumnos. Hasta que un día hable con la directora de la escuela, le conté lo que me estaba pasando y le dije que así no podía trabajar más. Necesitaba tener una vida libre de gluten para sanar. Abandoné todo lo que me hacía feliz y me dediqué a cuidarme y procesar lo que me estaba pasando. Estaba completamente perdida».
Por su hermana conocía de qué se trataba la dieta libre de gluten. La adaptación fue relámpago. Le costó pero lo hizo. Lo primero que hizo fue reemplazar todos los panificados por galletas de arroz, un producto que ya consumía desde antes. Y el segundo paso fue enfocarse en las carnes, frutas y verduras como fuentes principales de sus platos para el almuerzo y la cena. «Las galletas de arroz me salvaron pero al tiempo ya ni las quería ver. Por eso, hoy lo que le recomiendo a un celíaco recién diagnosticado es tener en el freezer un pan de molde ya cortado para poder hacerse un sándwich rápido -o incluso llevarlo a la casa de un amigo cuando lo invitan a cenar-, preparar tostadas o tener algo para picar con tomate y queso por ejemplo. Es algo que sirve siempre». (Ver receta al pie).
Borrón y cuenta nueva
Comenzó terapia, se dedicó 100% a su hijo y, lentamente, con altibajos, Patricia se abrió a la posibilidad de transitar un nuevo camino. Fueron dos años de un trabajo intenso de introspección que la llevó a aceptar finalmente su nueva condición: era celíaca y así sería por el resto de sus días. «Cuando pude aceptarlo, pude cocinar nuevamente. Después de mucho tiempo sin tocar ningún elemento de la cocina, una mañana empecé a probar recetas de panes con los ingredientes que tenía: harina de arroz, fécula de mandioca y almidón de maíz. Corría 2009 y, si bien había harina de garbanzo, de soja y otras, ninguna tenía el logo. No había nadie que me asegurara que ese producto no estuviera contaminado. No me podía arriesgar. Con lo que sabía, empecé a reelaborar recetas. Al principio todo salía espantoso. Hasta que después de muchos intentos, de prueba y error, finalmente salió el primer pan de molde. Riquísimo».
Ese día recordó las galletitas de la infancia, que su mamá cocinaba con tanto amor para Mariana. Pero que todos querían probar. «Nunca voy a olvidar la enorme lata de galletitas especiales de mi hermana, siempre llena. Para nosotros, sus 4 hermanos, no había nada más rico. Seguramente porque eran una creación de mamá. Las galletitas eran aptas celíaco y mi madre 30 años atrás hacia lo que podía para que mi hermana comiera rico. Desde chica supe que si uno cocina con amor, sea lo que sea que prepare, va a estar rico. Y eso mismo era lo que me había enseñado Martín Molteni en su cocina con la anécdota de la mousse».
La adrenalina de poder expresarse a través de la comida volvió a correr por sus venas. Sintió que estaba comenzando un camino que la llenaría de satisfacciones. Y el boca en boca hizo lo suyo. Le encargaron tortas sin tacc, luego adaptó menús para comensales celíacos y casi sin darse cuenta una tarde estaba grabando su primera aparición en el programa Súper Express de Utilísima. Debutó con unos brownies sin gluten, la receta preferida de su hijo y que Patricia comparte con quien se la pida.
El trabajo siguió llegando. Actualmente Patricia desarrolla recetas para empresas, hace consultorías y asesoramientos, colabora con la Asociación Celíaca Argentina, da talleres y cursos de cocina sin gluten y se mantiene muy activa en sus redes sociales ( @patosingluten). «Me gusta investigar, probar nuevos ingredientes y compartirlos. Soy honesta con mis preparaciones. Nunca voy a mostrar algo que realmente no hice con mis manos. Comer sano, vivir en equilibrio y disfrutar el presente son mis desafíos de cada día».