Fuente: Clarín Gourmet by María Florencia Pérez ~ En las redes circula la estampita de un santo pagano al que veneran pasteleros, reposteros y golosos: “Me encomiendo para que me ayudes con los pedidos del fin de semana”, “Que nunca falte un pastel en mi casa”, “Protégenos de las temperaturas que arrebatan nuestras preparaciones”, rezan las súplicas. Con la aureola blanca de rigor y un batidor en la mano, San Osvaldo (Gross) protege a sus devotos.
Los fieles no aparecieron espontáneamente: el director de Pastelería del Instituto Argentino de Gastronomía (IAG) tiene más de 30 años de carrera, lleva décadas formando a las nuevas generaciones, sus programas de televisión lo hicieron conocido en todo el continente y sus seis libros publicados son fuente de consulta permanente de amateurs y profesionales.
De la mano de Planeta, acaba de reeditar La pastelería sin secretos. “Es uno de esos libros que se hicieron mitológicos. Por eso decidimos remozarlo y sacarlo de nuevo”, explica. Gross confía en que, a pesar de la proliferación de recetas de chefs en Internet, el libro sigue siendo irremplazable al cocinar: “Le ponés un paquete de azúcar arriba para trabar la página y empezás a trabajar”, dice.
Este santafesino que a principios de los 90 abandonó su profesión en geoquímica para apostar una carrera gastronómica que lo llevó a una popularidad impensada vive un presente de disfrute. En enero cumplió 60 años: «Es un momento de soltar cosas y de elegir lo que cada uno quiere hacer«, dice. También, de capitalizar la experiencia para mirar en perspectiva las modas y las nuevas olas de hoy.
-En tu libro escribiste que la pastelería actual es más fría y vanidosa por la lógica de las redes sociales. ¿Ahora pesa más el ego del pastelero que la emoción y el sabor?
-A veces, la destreza pesa más, se busca que todo sea como una obra de arte y se abandona un poco el sabor para lograr esas texturas que se moldean de determinada manera. Yo diferencio la pastelería «para mirar» de la pastelería «para hacer».
Ya pasé la etapa de hacer todo lo moderno de manera exitosa. Ahora hago lo que tengo ganas y lo que sirve para enseñar. La gente muchas veces agradece eso. Por suerte, no tengo que estar luchando con todos esos chicos de 30 que se matan por hacer cosas perfectas. ¡Qué se maten ellos! Para eso los eduqué… (risas).
-También hay pasteleros jóvenes que apuestan a poner en valor productos simples que sentimos muy nuestros como las medialunas. ¿Tiene que ver con una búsqueda de nuestra identidad en pastelería?
-Hay una moda con toda la viennoiserie que son las facturas como el pan de chocolate y la croissant. Eso levantó recetas como la de las medialunas que se volvieron como de culto. El turista venía a buscar eso, está muy bien. Hay otras cosas como los alfajores que podrían volverse moda y estar en todos lados de la misma forma.
En Buenos Aires y muchas ciudades grandes, tenemos una tradición importante de pasteleros italianos y españoles. Los locatellis de pavita y los sacramentos salados le llaman la atención a los chefs que vienen de afuera porque no están en otros lugares del mundo. Esas cosas, como los sándwiches de miga, se pueden explorar.
-El dulce de leche está en casi todos los productos favoritos de los argentinos. ¿Abusamos demasiado de él?
-Sí, termina siendo como una capa que va sepultando todo. Si bien es un producto buenísimo y riquísimo, en el exterior no tiene tanto predicamento. De entrada, les parece muy dulce y tampoco tan original. En todo país donde haya una vaca y caña de azúcar hay algo parecido.
Las bombitas de crema rellenas de dulce de leche y son pesadísimas, en un macaron que tiene una tapita tan dulce es mucho peor. En cambio, una Milhojas de dulce de leche está fantástica. Es totalmente exportable porque es muy buena.
-Hace tiempo dijiste que la chocotorta era una “chocotonta” y muchos se ofendieron…
-Sí, muchísimo se ofendieron pero yo lo tomaba del lado de quien enseña cosas y la verdad es que la chocotorta no tiene técnica, es como el turrón de Quaker que hacía mi mamá. No los incluiría en un plan de estudios. Después si es rica o no es otra cosa pero no sirven para enseñar.
-Los argentinos consumimos muchas golosinas, ¿tenés alguna debilidad kiosquera a pesar de que se trate de productos industriales?
-Por años en mi valija siempre había Rhodesias, las llevaba de viaje. Me iba veinte días y llevaba veinte. Todo lo que tenga una oblea crocante adentro me gusta. El Nugatón de Bonafide me parece fantástico y el Kit Kat, también. Ahora hay unas barritas de Vasalissa que me gustan mucho.
Igual, no soy muy kiosquero, ni tampoco muy heladero. No iría especialmente a tomar un cucurucho de helado. Compro el paquete de Rhodesias en el super y las guardo en la heladera. Me da menos culpa que estén frías que a temperatura ambiente.
-¿Considerás que programas como Bake Off son educativos? ¿Ayudan a que la gente vaya abriendo su mente a preparaciones y sabores diferentes?
-Abren la cabeza en ese sentido y también enseñan la dificultad para lograr un producto. Porque ahí, justamente mostrando las fallas, el público se da cuenta de que no es tan fácil. Se pone de manifiesto el trabajo que hace el pastelero y se entiende el porqué del precio de esos productos, las horas que se invierten en que queden perfectos.
-¿Te gustaría participar en un reality así? ¿Alguna vez te convocaron?
-No, la primera temporada no me convocaron y el público estuvo furioso durante semanas porque entendía que si había una autoridad en pastelería era yo y tenía que estar. Igual no sé si me adaptaría a un programa tan guionado. Sería difícil responder si me gustaría estar o no porque no sé cómo me llevaría con eso. En estos formatos que vienen de afuera se pierde un poco la espontaneidad.
-Sos el gran referente de la pastelería desde hace muchos años. Ahora que a partir de Bake off y MasterChef Damián Betular ganó tanto lugar en los medios, ¿lo sentís como un heredero tuyo?
-Es un buen pastelero pero hay cientos como él en la Argentina. Eso es lo malo de los realities, que muchas veces se empiezan a crear estrellas a partir de la aparición en la pantalla abierta y hay mucha gente súper talentosa que hace el trabajo muy anónimamente y les cuesta mucho más abrirse camino, inaugurar un negocio, triunfar y demás. Desde ese punto de vista, es muy injusto para ellos.
-En televisión se juegan otras cosas también como el carisma, no solo el talento profesional…
-Claro, pero a mí me han escrito y me han dicho: si le diste clases a Betular, entonces sos bueno. Se pone al revés la frase. Y no es que él sea bueno porque yo le di clases. Él hizo una carrera fantástica, en hoteles. Lo admiro profesionalmente. Tanto como resuelve su lugar como chef ejecutivo del Hyatt (de donde me echaron), como su destreza para las cámaras.
Pero a veces ese endiosamiento trae mucho descontento en gente que labura mucho y precisa un mimo. No todo se tiene que concentrar en tres o cuatro cabezas.
-Tu nombre es una marca en sí misma, ¿por qué nunca tuviste un restaurante u otro tipo de emprendimiento?
-En parte creo que por herencia: mi papá trabajó desde los 18 a los 65 años en la misma empresa. Yo empecé casi a los 30 en la pastelería en el Hyatt y si no me hubieran echado, todavía estaría ahí. Es cierto que hago distintas tareas, no pongo todos los huevos en la misma canasta. Hasta 2019 recorría el mundo dando clases.
Pero un emprendimiento con personal en Argentina es muy difícil. Cualquier gastronómico te habla de eso: los juicios, toda la cuestión impositiva. Preferiría tener a cargo el té de un hotel cinco estrellas por un año o algo así. Algo donde te dedicás a la pastelería y no tenés que estar pensando si la cámara del freezer está rota y cuando la van a reparar.
-Alguna vez dijiste que te gustaría hacer crítica gastronómica: ¿qué detalles te parece que hablan de la calidad de un restaurante?
-En principio el aspecto general: como están las mesas, los cubiertos, que tenga mantel, que todo esté ordenado y limpio. Que la carta no sea eternamente larga: con 10 entradas, 10 platos y diez postres estamos bien. Y que el servicio sea cordial. Con respecto a los precios, hay que tener en cuenta que depende lo que uno quiera comer va a encontrar diferentes rangos.
Muchas veces el precio no tiene que ver en nada con la calidad del risotto, por ejemplo. Vas a pagar tener una servilleta de 50 x 50 de tela en vez de una de papel o unos cuadros fantásticos que te crean un ambiente de fiesta. En un lugar mucho más popular no te van a cobrar tanto y vas a comer rico igual. Pero la ambientación y la atención personalizada se pagan.