Fuente: La Nación ~ Más allá del frenesí momentáneo del despacho, la cocina profesional suele ser sinónimo de orden y de prolijidad. Es necesario preparar la mise en place, respetar las recetas, manejar los depósitos, anticipar pedidos, armar el salón y las reservas. Tareas estructuradas que compiten con la parte más creativa, como descubrir aromas nuevos o sorprender con una combinación de productos. “Mi problema siempre fue ser muy indisciplinado, me cuesta seguir las reglas”, admite Mariano Ramón, el cocinero y creador de Gran Dabbang, el restaurante que -posiblemente- más influyó a la gastronomía argentina de los últimos 10 años. “Cuando empecé a trabajar hacía las cosas bien solo si estaba bajo presión. El resto del tiempo llegaba con lo justo, como sacarse un 4 en un examen. Aprobaba pero en el límite. Es como en el fútbol: tenés jugadores muy técnicos y otros más de potrero, callejeros. Yo pertenezco a ese segundo grupo”, dice.
La metáfora futbolera no es casual: el primer impulso de Mariano Ramón fue cursar periodismo deportivo, apasionado por el gran deporte nacional (en su Instagram hay tantas fotos del Muñeco Gallardo como de grandes cocineros). Se anotó en la UBA pero no funcionó. Como le gustaba cocinar, quiso estudiar gastronomía, pero tampoco le alcanzaba la plata para una escuela privada. “Mi tío conocía a Francis Mallmann y me consiguió una pasantía en Patagonia Sur, el restaurante que tenía en la Boca. Era el año 1999 y de ahí saqué un grupo de amigos que perdura hasta el día de hoy. Tuve también muy buenas jefas de cocina, como Juliana López May o Paola Carosella. Lo mejor era cuando íbamos a hacer eventos a otros restaurantes de Francis, en Mendoza o Uruguay”, cuenta.
De Mallmann, Mariano pasó a estar bajo las órdenes de Narda Lepes, su madrina gastronómica. “Empecé con ella en el Club Zen de Las Cañitas. Ya le había agarrado el gusto a viajar y como era un catering, Narda me permitía entrar y salir de la estructura. Trabajaba un tiempo, luego me iba a hacer una pasantía y de ahí volvía con Narda. Así fui a Perú, a España. Esto duró muchos años hasta que en un momento quise viajar sin pasaje de vuelta”.
Mariano Ramón comenzó un largo recorrido por el mundo más lejano. Sin saber inglés, su primer destino fue Nueva Zelanda, donde trabajó con Peter Gordon, gurú de la llamada cocina fusión, mezclando ingredientes asiáticos con su origen británico. Era el año 2005; todavía no existían los smartphones y para buscar una receta Mariano buscaba libros en bibliotecas públicas. Dos años estuvo en Nueva Zelanda, donde conoció a Philippa Robson, su pareja desde entonces. Con ella viajó luego al sudeste asiático, a Tailandia, Malasia, Vietnam y Laos, realizando pasantías sin cobrar sueldo. “Gasté todo lo ahorrado en Nueva Zelanda para poder trabajar afuera. Y aún así me costaba conseguir restaurantes, no entendían qué quería, desconfiaban de mí. Mandé más de 200 cartas hasta que alguien me aceptó”. Tras la experiencia asiática viajaron a Inglaterra, donde estuvieron otros dos años. Y en el medio, Mariano se tomó varios meses para vivir en la India, el destino que más lo marcó. “Uno puede pasar por restaurantes de cocina moderna, donde aprendés técnicas y sabores. Pero en lugares como Tailandia o la India, en restaurantes más tradicionales, aprendés muchas otras cosas. Conocés la cultura de un lugar, su manera de pensar. Tus propios compañeros te llevan a comer a la casa de sus abuelas, de sus padres. Alcanza con pisar la calle en la India para absorber cosas nuevas. Son posibilidades únicas”.
Más allá de describirse a sí mismo como “indisciplinado”, la carrera de Mariano Ramón es una muestra de disciplina, entendida como una pasión y una necesidad de aprender. Cada paso tuvo su parte azarosa pero a la vez meditada. Decenas de pasantías, jornadas laborales de 15 horas al día, la búsqueda de referentes e incluso la intención de vencer sus propias debilidades son ejemplo de esto. En Inglaterra, por ejemplo, se puso a las órdenes de Dieter Müller, un chef alemán con tres estrellas Michelin. “Quería mejorar mis partes más flojas, mi incapacidad de seguir reglas. Precisaba que me exijan seguir una estructura”.
Tras ser parte de bodas estrafalarias de tres días de duración en la India, trabajar en hoteles de lujo alemanes en Londres y comer en puestitos callejeros de Vietnam, en un momento Mariano decidió volver a la Argentina. “Acá podés intentar hacer algo propio con tu capital de trabajo, aun cuando no tengas tantos recursos económicos”. Como su pareja Philippa es jardinera, la idea era hacer un café con un vivero, pero pronto entendió que eso requería una inversión imposible para ellos. Comenzó nuevamente a trabajar con Narda, que le dio la responsabilidad de manejar el mercado de productos de la feria Masticar. “Yo me había ido mucho tiempo, ya no conocía a nadie. Tenía que reconectarme con el mundo gastronómico. Masticar me permitió eso: conocí a los cocineros de esa nueva actualidad, y con la búsqueda de productos entendí que había mucho para hacer. Empecé investigando por categoría, aceites de oliva, alcaparras. Pero lo mejor fue cuando el propio producto me sorprendía: hierbas y frutos que no se veían en ningún lado del mundo y que estaban acá.”.
En 2014 Mariano Ramón abrió Gran Dabbang, el restaurante que mantiene al día de hoy y que influyó a toda una generación de cocineros locales. Un antes y un después para la gastronomía porteña y argentina, pionero en búsquedas gastronómicas que luego se reprodujeron al infinito. Un lugar puesto directamente por el propio cocinero, con una inversión baja, sin darle importancia al ambiente ni decoración. Un menú con personalidad reconocible. Gran Dabbang fue de los primeros en imponer los platos chicos, para pedir de a muchos, trabajando con sabores propios y mezclando salsa de pescado tailandesa con cardamomo de la India y un queso de Tandil. Los viajes de Mariano están ahí, bien metidos en el ADN de cada plato. Fue también precursor en darle protagonismo a vegetales y legumbres, con carnes en segundo plano. “Volcamos toda la inversión en la materia prima. Si el lugar fuese muy lindo, estoy seguro de que en algún momento bajaría la guardia. Así, estoy obligado todo el tiempo a estar alerta, a que la comida sea muy atractiva, para que la gente quiera venir”.
Gran Dabbang es también una propuesta política. “No creo en la economía del derrame, ni en la economía ni en la gastronomía. ¿Por qué una hierba como la rica rica solo aparece en un menú degustación de lujo? Es absurdo. La manera de normalizar un producto es lograr que sea masivo, que lo utilicemos los lugares de barrio, para que llegue a más gente. Eso queremos con Gran Dabbang: tener todo tipo de productos a un precio justo”.
Más allá de sus viajes, Mariano Ramón no pierde cierta timidez y reserva. Es habitué de unos pocos restaurantes (Una Canción Coreana y Bi Won, Mian en el barrio chino, la parrilla Corte) y evita los lugares donde lo reconocen y se siente obligado a conversar. Es, también, crítico con la gastronomía actual. “Veo todo bastante chato. Se están dejando de lado los restaurantes independientes de cocineros para volver a un sistema de restaurantes de empresarios, donde es más importante el grupo inversor y el diseñador del lugar que la persona que cocina. Tal vez sea por la pandemia, pero me da tristeza. Encuentro frivolidad en muchas propuestas”. Por el otro lado, en su mirada hay optimismo, convencido de que los argentinos somos mejores de lo que pensamos. “Nos subestimamos. Creemos que solo nos gustan las milanesas y los ravioles, o que culturalmente somos esa minoría gritona de Twitter, pero no, por suerte hay mucho más que eso. Si fuera así, este país sería invivible. Y no lo es. Si fuera así, mi restaurante estaría fundido. Y no lo está”.