Fuente: Cronista ~ Nada fue igual después de que «El Danzón» abriera sus puertas en 1997/Todas las revoluciones y figuras que incubó/Imaginación y libertad: parte del secreto del éxito y la vigencia/En MALEVA conversamos con la dupla creadora/¿Por qué están en contra de los fanatismos y no convocan influencers?/Una noche épica con Charly García, la impronta del vino y la coctelería y su propuesta de cocina y bebidas en 2022.
Una escalerita angosta y perdida en medio del caos de Barrio Norte se convierte en una especie de escalera al cielo, o a algún tipo de cosmos en donde todos disfrutan, charlan, gozan, se cruzan, se encuentran, se conocen y se desconocen. En el universo del Danzón no hay reglas, y cualquiera puede bailar como le guste y lo sienta. Tal vez una de las razones de su éxito sea esa sensación de libre albedrío que se siente al entrar. Por casualidad o causalidad, se erige en la calle Libertad. Sus dueños lo soñaron ahí, donde no existía ni todavía existe ningún bar. Los años y las generaciones pasan, y ese pasaporte a una noche mágica no se vence.
¿Cuál es la historia detrás del Gran Bar Danzón? ¿Qué hace que a sus casi 25 años su mística siga tan viva como las luces de fibra óptica que se proyectan desde adentro de su barra? Para descubrirlo MALEVA fue una tarde a conocer a sus almas mater: Luis Morandi y Patricia Scheuer – también fundadores de Sucre, Basa y Oh No! Lulu Tiki Bar-.
Luis tenía Soul Café en Cañitas allá por el ’95, una cantina funk. Le iba bien y se divertía pero tenía la idea de hacer algo gastronómicamente más arriba, por el centro. Así dio con este local totalmente destruido en Barrio Norte; en los ’80 fue el boliche Puerto Pirata, después fue un lugar para fiestas infantiles. En 1997 lo alquiló, y se encontró con Patricia, con quien decidió asociarse para convertirlo en lo que hoy es el Danzón.
«No había Internet todavía, el mundo era otro», cuenta Morandi, hoy también uno de los fundadores de A.C.E.L.G.A (Asociación de Cocineros y empresarios ligados a la Gastronomía Argentina). «Yo todavía no había viajado a Estados Unidos, todo salió de mi imaginación». Nunca hubo un cartel, algo en la puerta para indicar que ahí había un bar. «El que tiene que llegar va a llegar, pensamos.
Nadie sube una escalera en gastronomía para llegar a un lugar. Y acá pasaron 25 años y la gente sigue subiendo. Siguen viniendo las generaciones que se conocieron acá, que se casaron, que después conocieron nuevas parejas en esta barra, y también hoy vienen sus hijos» cuenta Patricia.
Luis es músico, fue miembro de la Filarmónica del Colón durante doce años, y Patricia trabajó como actriz y cantante «en vidas anteriores, con pecados inconfesables», según ella. De sus búsquedas e intereses salió el nombre del lugar: tiene reminiscencias a un discípulo del brujo Carlos Castañeda, un tal Silvio Manuel, bailarín, que con un grupo de fieles entraba en un trance al bailar el ritmo del danzón, un ritmo cubano que llegó a México por la Península.
Algo de esta transformación dada por el baile sedujo a los dueños del lugar para bautizarlo así; y también a los miles de «fieles» que han subido las escaleras del primer wine bar del país, abierto en 1998 con más de treinta etiquetas de vino, servidos en la copa correcta, a la temperatura correcta, en una época en donde solo se conseguía «el vino de la casa» en los bares. Fabre Montmayou, Catena, pequeños productores descubiertos en viajes a Mendoza, fueron los primeros integrantes de la carta. Hoy tienen 350 etiquetas. Su búsqueda inicial también tuvo que ver con recuperar y rescatar la coctelería clásica: «en esa época solo había cócteles de discoteca como el Gancia batido, y los viejos bartenders y las barras clásicas como la del Claridge o el Plaza estaban en decadencia» cuenta Morandi.
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Para acustizar el lugar contrataron al ingeniero Fenzi, uno de los pocos que trabajó para la NASA. «Era un freak, realmente estaba en la estratósfera». Le dieron los planos y les dijo lo que tenían que hacer en un manual. Así crearon una especie de caja flotante, donde funciona el bar. Está construido sobre vigas de hierro: «todo esto está montado en un sandwichito de neoprene, acero y lana de vidrio, cada metro cuadrado de estas paredes pesan 360 kilos» cuenta Luis. «Así logramos que en 25 años no se queje ningún viejo de Barrio Norte; muchos ya se han ido muriendo. Nunca una clausura, nada» aclara Patricia.
La primera carta estuvo a cargo de un chef francés, Louis Caudal, que cocinaba en Novecento. Desde siempre el público fue como un «zoológico», una mezcla divertida. «Convivían y conviven todas las tribus de la ciudad sueltas acá. Nadie se sentía incómodo. Fueras re careta, abusaras de alguna sustancia o fueras una ama de casa. Y así continúa» cuenta Patricia. Su barra es literalmente «la barra de las estrellas». Trabajaron con un amigo de Luis, ingeniero, que les dio la idea de incrustar cables de fibra óptica y hacerle agujeros para que se proyecte y se filtre en forma de estrella. «Es fácil darse cuenta cuando viene un cliente nuevo, porque se queda un montón de tiempo tratando de entender de dónde viene la luz de la barra», cuenta Morandi. Ahí se han sentado y convertido en estrella varias figuras: Tato Giovanonni, Inés de Los Santos, Ludovico De Biaggi, Pamela Villar, Martín Arrieta. Todos pasaron varios años en la cocina y la barra del Danzón, y de ahí fueron catapultados al mundo.
«Una noche épica en el Danzón fue cuando se celebró espontáneamente el cumpleaños de Charly García. Lo llamó a Luis y cayó a festejar. «Hubo zapada hasta que se hizo de día». El lugar no se iba a cerrar exclusivamente, pero se filtró un boca en boca y tuvieron que cerrar la persiana para que la prensa y la gente no copara la parada…»
Hoy el jefe de cocina es Aldo Benegas y el sommelier Ignacio Sac. Fernando Trocca, Dolli Irigoyen, también han pasado a hacer pop ups con catas de vinos, antes de que se le pusiera un nombre al concepto. La primera camada de sommeliers en Argentina también vio la luz por esos años en este «semillero».
La primera clase que dio Marina Beltrame, hoy directora de la Escuela Argentina de Sommeliers, fue en el bar. Andrés Rosberg fue el primer sommelier del Danzón, hoy es el presidente de la Asociación de la Sommellerie Internacional. Aldo Graziani (dueño de Aldo’s Vinoteca) fue el manager del lugar durante siete años. «La gente crece cuando le das libertad», cuenta Luis. «Para los chicos nosotros somos como el tío y la tía; siguen viniendo a vernos», suma Patricia. «Este es el mejor oficio del mundo, lo amamos y supimos transmitirlo. No hay nada que la gastronomía no contenga: Contiene los placeres, los sentidos, las emociones, la estética».
En contra de la tendencia de que la carta cambie constantemente, al Danzón no le gusta ni le gustó nunca hacer lo que hace el resto, por eso mantienen muchos de los platos de las primeras cartas, con algunos cambios, pero sin seguir una moda. «No seremos nunca veganos», dice Patricia, «los fanatismos te limitan». Arrancaron con una onda más francesa, pero siempre fue cocina contemporánea. No tienen platitos, pero siempre tuvieron appetizers, y sus platos ícono como el pato confit, la tarta tan, de manzana y queso de cabra, que estuvieron y están desde el primer día. Un día se les ocurrió poner sushi, y no lo pudieron sacar más. Tienen un equipo de treinta personas en cada turno.
Hay clientes que son fieles a la barra, que jamás se sentarían en la mesa, y viceversa. También es un lugar al que mucha gente va sola. «Acá podés encontrar desde un intelectual, un músico, o un ingeniero civil. Este lugar para mí es una trampa, porque nunca me deja sentirme sola» cuenta Patricia. Una noche épica en el Danzón fue cuando se celebró espontáneamente el cumpleaños de Charly García. Lo llamó a Luis y cayó a festejar. «Hubo zapada hasta que se hizo de día». El lugar no se iba a cerrar exclusivamente, pero se filtró un boca en boca y tuvieron que cerrar la persiana para que la prensa y la gente no copara la parada.
También Paul Oaklenfold fue a tocar una noche, en el marco de un festival por el que había viajado a Buenos Aires. Años atrás Trocca vino desde Nueva York a cocinar una noche, con invitados como Francis Mallman; de ahí surgió una charla con Luis, que se convirtió en la apertura de Sucre tiempo después. Cuando cumplieron veinte años hicieron una noche especial con Inés y Tato. «Antes terminábamos todas las madrugadas a las siete de la mañana sentados en la mesada de la cocina, picoteando algo y de ahí nos íbamos a desayunar a La Madeleine, que ya no existe. Hoy cortamos a las 2 de la mañana».
«El que tiene que llegar va a llegar, pensamos. Nadie sube una escalera en gastronomía para llegar a un lugar. Y acá pasaron 25 años y la gente sigue subiendo. Siguen viniendo las generaciones que se conocieron acá, que se casaron, que después conocieron nuevas parejas en esta barra, y también hoy vienen sus hijos» cuenta Patricia Scheuer, co-fundadora del lugar…»
Durante años, los miércoles tuvieron ciclos de jazz con la banda de Débora Dixon, que tocaba entre las mesas. Hoy tienen ciclos como el de tasting de vinos los jueves; los miércoles tienen el ciclo «Vitivinilcultura» con un dj que toca vinilos, con una selección de vinos y appetizers como mollejas a la plancha con ensalada de alubias. Durante los años de cuarentena cerraron y se fundieron, pero lograron sostener los sueldos de sus cien empleados (los de Danzón, y también los de Basa y Oh No! Lulu, sus otros dos lugares). Armaron un centro de producción en Basa, e hicieron un delivery -a pérdida- que los mantuvo vivos y esperanzados. El día que pudieron reabrir, un viernes, después de dos años, la escalera se llenó de gente nuevamente.
Han pasado personajes y nunca jamás tuvieron que convocar «influencers», ni tampoco les importó la competencia, porque la fama siempre se dio sola y aun así, nunca se dejó a nadie afuera. El Danzón sigue y seguirá bailando.