Fuente: Clarín ~ Aunque algunas ya existían, más espacios reforzaron las condiciones. Dicen que necesitan hacer rentables negocios golpeados por la pandemia y los vaivenes de la economía.
Bares que en la entrada cobran una consumición mínima, como si fuesen un boliche. Que piden una seña para reservar una mesa, sean cinco, ocho o 15 los asistentes. Que definen tiempos máximos de permanencia y cuando el plazo vence invitan en forma explícita a pagar, levantarse e irse.
En cervecerías, pubs, bares especializados en coctelería o ubicados en edificios con grandes terrazas y la Ciudad a sus pies, las condiciones de servicio se volvieron más estrictas. Ocurre, en especial, en el microcentro porteño, en la Costanera Norte, en Palermo, Belgrano y Recoleta, tanto en espacios sofisticados como en los bares de toda la vida.
Siempre fue así. Siempre existió el grupo de seis amigos que, sentados a la mesa de un bar, estiraban la noche con dos o tres cervezas de litro, o la pareja que compartía tragos, o aquellos que reservaban una mesa para 30 personas pero en el horario pactado aparecían tan sólo diez y el resto, a la una de la madrugada. Siempre fue así pero la diferencia ahora está en que todo eso que antes se permitía dejó de permitirse. La crisis se llevó la tolerancia.
Los bares porteños, en crisis tras la pandemia, ponen reglas como señas, tiempos de permanencia y horarios de reserva con límite. Foto: Juano Tesone
Es el lunes 6 de diciembre de 2020. En un grupo de WhatsApp, dueños y administradores de bares de la Ciudad de Buenos Aires intercambian estrategias de supervivencia y reglas nuevas de servicio.
«Si son más de 20 personas y quieren reservar, les pongo un menú fijo de $ 3.000. Si no hago eso, se quedan toda la noche con una pinta y no me sirve», escribe uno. Otro: «Yo cobro una garantía para reservas de grupos grandes». Alguien más escribe: «Si no viene la mitad del grupo, no los dejo sentar. Y están avisados: si a los 30 minutos del horario reservado no ocuparon la totalidad de la mesa y hay gente esperando, pierden los lugares».
Vicente Esmoris es uno de los integrantes del grupo de WhatsApp. A través de ese canal, chatea con sus colegas sobre el problema que representa tener un bar repleto pero con poco consumo. Él constantemente subraya la necesidad de estructurar un servicio dinámico que favorezca la rotación.
«El 90% de los bares, por no decir todos, estamos endeudados, pagando moratorias de cargas sociales o el alquiler del local en cuotas», dice por teléfono. Cuatro años atrás, abrió El Taller Cervecería en Belgrano. Antes podía tolerar determinados comportamientos de los clientes. Hoy, aceptar esos mismos comportamientos le representa un contratiempo grave.
Pone un ejemplo: «Tomo una reserva para las 22 para 20 personas. Jamás llegan todas juntas. Por ahí tardan una hora y pico en completar la mesa. Mientras van llegando, uno pide una cerveza, llegan cuatro más y piden unas papas. Ocupan un espacio para 20 personas con un consumo bajísimo».
Esmoris dice que el bar propone tiempos largos: para tomar, para charlar, para ir comiendo y bebiendo por tandas. La dinámica es diferente a la de un restaurante, donde los platos se sirven y se levantan. «Pero -dice- ya no se puede sostener que alguien se quede toda la noche gastando $ 500. No es maldad, no podemos sostenerlo porque necesitamos rotación de clientes o que haya un consumo mínimo en la mesa». De otra forma, la facturación no cierra.
Los bares porteños, en crisis tras la pandemia, ponen reglas como señas, tiempos de permanencia y horarios de reserva con límite.
Los espacios informan sus condiciones en forma clara. Lo avisan en la puerta –«Sin reserva se paga una consumición mínima de $ 1.500 por persona», como en el pub Moby Dick, en Costanera Norte, o en UpTown bar, en Palermo-. O lo comunican en las páginas de los sitios, como lo hacen Alvear Roof Bar y Crystal Bar, dos propuestas gastronómicas del hotel Alvear. En sus sitios web se lee: «El tiempo de permanencia es de dos horas (dos horas y media en el caso de Crystal Bar). La consumición mínima por persona es de $3.600 (sube a $3.900 en Crystal Bar)».
«No podés tener el mismo servicio, antes y después de la pandemia», dice por teléfono Hernán de la Colina, gestor de un bar ubicado en la terraza de la galería Güemes (hoy cerrado en forma temporal) y del RoofTop Plaza de Mayo, un espacio gastronómico, también en altura, con vista a la Catedral Metropolitana, el Cabildo y la Casa Rosada. «En Güemes había mucho público after office y eso terminó. No existe más. Uno no puede seguir apostando al mismo modelo».
De la Colina observa que la aparición del coronavirus aceleró procesos e introdujo formas, como la seña y la permanencia delimitada para cumplir con un aforo específico, que «deben mantenerse».
«Tener garantizado el pago de una reserva por medios electrónicos (tarjetas) o poder definir un tiempo de permanencia, que antes era tan difícil de hacer cumplir, ayuda a los gastronómicos porque da previsibilidad», dice.
En un rubro con las persianas de los bares, restaurantes y cervecerías bajas, con carteles que dicen «en alquiler» y «en venta», con cientos de miles de puestos de trabajo perdidos, la palabra previsibilidad tiene peso. Pero el equilibrio es muy delicado: los gastronómicos están obligados a imponer reglas nuevas a los clientes, sin perderlos en el proceso.