Fuente: Radio Grafica ~ Nació en Italia pero se reconvirtió en un manjar porteño. Un recorrido por la historia de esta alquimia de harina, aceite, queso y tomate que es una pasión de los argentinos.
Un rasgo inconfundible de la gastronomía porteña es su capacidad de adaptar platos traídos por diversas corrientes inmigrantes y darles un sabor propio. En ese sentido, no existe plato que iguale a nuestra pizza. Única e inigualable.
Pero detrás de la pizza hay una historia. Gran parte de la inmigración italiana que llegó a fines del Siglo XIX se instaló en el barrio de La Boca, con preponderancia genovesa. Una imagen común del barrio era el Tano de gruesos mostachos, parado en la esquina, vendiendo pizza y faina en enormes fuentones de cobre.
Con los años, la pizza dejó las veredas y se trasladó hacia los negocios. Nacía nuestra pizza. Completamente porteña, diferente a la italiana. Una pizza que mostraba el prodigio y generosidad de la tierra argentina.
La pizza italiana era hija de las carencias. Finita y crocante. En la nueva tierra era más sencillo el acceso a la harina y el tomate. La nueva pizza era robusta, consumida avidamente por trabajadores de los muelles, astilleros, talleres y depósitos que por una moneda consumían un alimento barato y sustancioso.
Buenos Aires tuvo sus templos. Las primeras pizzerias famosas estuvieron en La Boca. En 1893, una panadería instalada por el genovés Agustín Banchero tenía un cartel que decía “Sole, Pizza e amore”. Con los años aparecieron Tuñín y Guastavino, centros neurálgicos de la vida del barrio. Tan grande fue la identificación de la pizza con el barrio que los hinchas xeneizes quedaron identificados con aquella inmigración italiana y un apodo que se diluyó con el tiempo: Los faineros.
En 1932 se inauguró Rancho Banchero – Almirante Brown y Suárez – donde se inventó la fugazza con queso. Dos porciones por cinco centavos. La Avenida Corrientes acogió a Guerrín, Serafín y Pin Pun. Ya no sólo los orilleros saboreaban la pizza. Oficinistas y bancarios del centro se sumaron a un placer al alcance de la mano. La pizza se extendió a toda la ciudad. Angelin, en Palermo, inventó en 1935 la pizza de cancha. En El Cuartito, Pichuco Troilo morfaba sus porciones de anchoa con whisky.
En los años 40s, las pizzerías comenzaron a ser cosa de gallegos. Fueron quienes coparon el rubro y le dieron su impronta a la pizza: porciones generosas, mucho queso y nuevos savores: napolitana, calabresa, espinaca…
Con el peronismo las masas populares se adueñaron de las calles. Existió un verdadero boom gastronómico. Se dispararon las pizzerías y ya se encontraban en todos los barrios. Sin las prisas actuales, era un clásico pedir la pizza preferida con fainá. Mientras esperaba su cocción, comer parado una empanada. Cuando se entregaba la caja, atada hábilmente con hilo, el camino hacia casa debía ser urgente para que no se enfríe.
En los 60s llegó la modernidad. Algunas pizzerías cambiaron la media masa por la piedra. Días de modernidad y el Instituto Di Tella. Aparecía Citadella y su pizza por metro en Juan B. Justo y Argerich.
Los 90s fueron pizza con champagne. Pizzerias gourmet y cadenas estadounidenses. Pero esas son cosas lejanas al paladar popular. Las mayorías siempre fueron leales a la pizza de barrio. Traicionarla es como traicionar nuestros origenes y valores. ¿Cómo vas a comprar una pizza con rúcula cuando existe la fugazzeta de La Messetta?
Hoy estamos regresando a las fuentes. Nuevas pizzerías recrean el aire nostálgico del pasado con toques de modernidad. Es lógico: todo se aggiorna, pero Buenos Aires será Buenos Aires mientras existan sus históricas pizzerías.