Fuente: Perfil ~ Si hay un plato absolutamente democrático entre los argentinos, ése es la pizza. Atraviesa todas las edades, vínculos y clases sociales. Por diversas razones superó incluso al asado, la milanesa con papas fritas y el bife al caballo. Hoy es su “cumpleaños”.
El 9 de febrero es el día que Estados Unidos eligió para conmemorar la pizza, una costumbre que año tras año se fue propagando en todas las comunidades hispanoparlantes de América.
Y si bien para algunos argentinos habría que correr esa celebración hasta el 10 de julio, que nunca nos falten motivos para festejar; y agreguemos también a nuestro calendario gastronómico el 22 de septiembre, el día de la pizza y las empanadas en todo el territorio nacional.
Con una inmensa población nacional cuyo árbol genealógico nos lleva hasta el Mediterráneo, era un imperativo del destino que nuestras raíces gastronómicas nos condujeran a Nápoles, la cuna de la pizza moderna, tal como hoy se la conoce.
Todavía hoy, en la ciudad italiana, funciona el local que se considera la primera pizzería del mundo. Se llama Port’Alba y cuando abrió sus puertas en 1738, vendía pizza al paso. Le llevó un siglo alcanzar la categoría de restaurante y sumar mesas y sillas para los comensales.
Pizza, orgullo de los humildes
Es que la pizza nunca fue un plato de ricos sino el orgullo de los pobres. Como la paella en Valencia, la pizza napolitana nació en los arrabales y debía llevar hasta la mesa de los humildes, mañana, tarde y noche, lo que se tenía: un pan plano (focaccia) hecho con levadura al que se lo adornabacon aceite de oliva, orégano y perejil; un manjar que por siglos ya había sostenido a los aurigas y legionarios romanos. Y si se conseguían, bienvenidos un poco de anchoas y tocino.
Como la paella valenciana, la pizza fue el plato sencillo que se preparaba con lo que había en casa
La granja permitía que los napolitanos elaboraran algún queso –al principio fue de búfala– que un buen día también vistió ese delicioso pan especiado.
El colorido del tomate se lo debieron a la conquista española de América, que traía galeones repletos del oro morado del Nuevo Continente, que igual que la papa, el maíz y el chocolate, ellos mismos dispersaron por Europa.
El francés Alexandre Dumas, padre de D’Artagnan, ambientó en Nápoles su novela Le corricolo (1843), y dio a la pizza el lugar de manjar de los dioses admirado por los cortesanos.
Tan popular llegó a ser la pizza napolitana por entonces que se convirtió en una atracción digna de aventurarse en los barrios más pobres para saborear la especialidad local.
Se dice incluso que el tomate renació transformado en salsa el día en que los napolitanos fueron por más para competir con los spaghettis, una nueva versión sabrosísima de la pasta de siempre pero ahora con suculento baño rojo.
La pizza “marinara” –con tomate triturado- llegó a ser una de las dos singularidades gastronómicas de Nápoles. La otra era la pizza Margherita, que toma su nombre, nada más ni nada menos, que de la reina Margherita Teresa de Saboya.
La pizza cien por ciento napolitana sólo acepta dos gustos: marinara -que no tiene que ver con el pescado- y Margherita, con sangre azul
Según se encargó de difundir el maestro pizzero Raffaele Esposito, de la casa Pietro e basta cosí, (en el local de la actual Pizzeria Brandi, sobre Salita Sant’Anna di Palazzo), el día de 1889 en que los visitó el rey Umberto I y su esposa, María Teresa de Saboya, inventó tres gustos diferentes de pizzas para congraciarse con los monarcas. La que hoy se llama “Margherita» en honor de esa visita real fue la preferida de la reina, porque la albahaca, la mozzarela y los tomates le recordaban los colores de la bandera italiana.
Una anécdota que convalidan los puristas de la competencia, en la pizzería Da Michele, fundada por Michele Condurro en 1870, el “filósofo de la pizza napolitana humilde y auténtica”, aún en funcionamiento (Via Cesare Sersale, 1). Sus herederos siguen sosteniendo que “si de Nápoles se trata, sólo hay dos pizzas «verdaderas»: la marinara y la Margherita”.
Fugazza y fugazzeta, made in Argentina
Argentina también tiene su página en los anales de la pizza internacional. La trajeron, claro, los inmigrantes y se sabe que en 1882, el genovés Nicola Vaccarezza cocinaba en su horno porteño una fainá de harina de garbanzos, como la que se comía en sus pagos, una variante que prendió fuerte en el gusto nacional, tan típica como el queso rallado en las pastas.
Sin embargo fue otro genovés, Agustín Banchero, el que le dio sello propio a la versión albiceleste de la pizza, cuando inventó la fugazza – y la fugazzeta, que combinaban la focaccia de siempre con cebolla y/o queso, respectivamente, logró que su panadería Riachuelo, sobre Olavarría e Irala, pasara a la historia. En 1932, la familia ya tenía pizzería propia en la esquina de Almirante Brown y Suárez y dos años más tarde la asociación cultural República de La Boca lo condecoraba como “el emperador de la Fugazza con queso”.
Ya desde entonces, con un único local sobre la Avenida Corrientes 1368, otro compatriota, Franco Malvezzi, salió al ruedo con Güerrín, que se especializó en lo que se llamaría pizza “al molde”, menos crocante, pero con masa más gruesa), a la que luego sumarían la salomónica media masa (menos alta). En sus mejores días, durante la semana, vende mil pizzas por día y, sábado y domingo, 1.500 unidades. fue declarado “sitio de interés cultural” y ya superó el centenar de variedades.
Con jamón, morrones, palmitos, rúcula o ananá; en versiones vegetarianas o con novedoso queso de almendras; incluso más audaces como la meridional “calabresa”, pasión de hoy y de siempre, la pizza reserva en Argentina un altar a la universal “mozzarella” y un culto especial a la «napolitana», con tomate en rodajas, orégano y ajo a elección.
Devoción, excusa o mandato genético, la pizza es tal vez –como el alguna vez accesible asado– el único plato argentino convocante, transversal y superador de grietas. En versión hipercalórica o reducida en calorías, apta para carnívoros, vegetarianos o incluso celíacos, que nunca falte al menos una pizza y un brindis en cada mesa familiar.