Gracias a su trabajo como cocinero por ejemplo en la Exposición de Palermo y a sus servicios de catering en los remates, tuvo el privilegio de cocinar y conocer a los dueños de las mejores cabañas argentinas, de quienes aprendió mucho. «En vez de cobrarles por el servicio, les pedía que me paguen con vaquillonas y así fui creciendo en cantidad y calidad con mi rodeo», recuerda.
En cada Palermo, el cocinero no dejaba de admirar a los cabañeros en competencia, que mostraban sus animales en pista y soñaba con convertirse él en ese ganadero que se paraba frente al jurado con su vaquillona esperando una cucarda.
Sus primeras vivencias con el campo fue a través de los cuentos que le relataba su padre. Le encantaba sentarse a escuchar las anécdotas que Roberto le contaba cuando era capataz en la estancia del Almirante Agote, donde le hablaba de las tropillas que tenía.
Cuando tenía 10 años, su padre murió y su madre, Tatana, se puso la familia al hombro y empezó a cocinar para el restaurante del Náutico de San Isidro . Los fines de semana los tres hijos la ayudaban a juntar las botellas, ordenar mesas y manteles y hacer de mozos.Ya adolescente, le encantaba ir al campo de amigos donde podía revivir las experiencias que su padre le contaba cuando era un chico. «Fin de semana que podía mis amigos me invitaban e iba al campo. Ellos decían que no habían visto alguien tan apasionado como yo. En los veranos, mi madre que no tenía un cobre, nos mandaba de vacaciones a un campo en Henderson», cuenta a LA NACION.
Ni bien terminó el colegio, empezó a trabajar con su madre, a la vez que estudiaba cocina para perfeccionarse. «El amor a la cocina y a las ganas de emprender se los debo a mamá, pero la pasión por el campo se lo debo a mi padre», dice.
Christian siempre tuvo una idea clara. «Cuando gane unos mangos me voy a comprar un campo», decía. Y ese anhelo se hizo realidad. Primero compró una isla de 2000 hectáreas sobre el río Paraná, cercana a donde ocurrió la batalla de la Vuelta de Obligado. Con un pequeño rodeo de cría y una invernada variada, empezó su vida de ganadero de isla. Cuando el río estaba bajo le va muy bien, pero cuando subía el agua tenía que sacar las vacas a nado y la cosa no estaba tan buena.
Al tiempo tuvo una oportunidad de comprar otro pedazo de campo en la parte continental enfrente a su isla en San Pedro y no la desaprovechó. Era una zona de frutales, viejos para producir, que los fue desmontando y armó un campo agrícola. A la vez que también seguía con su pasión de entrenar caballos árabes para alta competencia en endurance. «El día que venda bien un caballo árabe me compró un rodeo de 100 vaquillonas puras controladas», les contaba a sus amigos.
En 2010 fue a correr un mundial a Kentucky, donde le fue muy bien y consiguió vender su caballo a un jeque. A su regreso a la Argentina se hizo de su rodeo de cría Angus. Fue también tiempo de dejar la agricultura a un lado y sembrar pasturas para sus vacas.
Un día le realizó un servicio de catering para un remate al asesor ganadero Carlos Ojea Rullán, que le dijo: «Cuando quieras te regalo una donante (por un ejemplar para reproducir)». Al año siguiente eligió una y allí, junto a un socio, se embarcó para ser cabañero.
En rigor, Cabaña La Valeria ya compitió en Palermo y en la Exposición de Azul fue premiada como Reservada Campeón una vaquillona. «Tener a Carlos como amigo y asesor; me ayuda un montón a mejorar mi rodeo», señala.
Cada vez que puede se escapa al campo a ver a sus vacas. En un principio, a las primeras 20 vacas del rodeo pedigree las tenía identificadas: Sofía, Pía, Vicky eran algunos de los nombres. «Era un rodeo espectacular y le puse nombres de modelos y yo las consideraba mis novias», cuenta entre risas.
Por sus acotados tiempos culinarios, ahora abandonó un poco la ganadería de punta y se dedica solo a mejorar su rodeo de cría y como proyecto a corto plazo tiene ganas de armar una majada de ovejas Hampshire Down.
Cocina y vacas
La gran diferencia que encuentra entre sus dos trabajos son los distintos tiempos en los dos lugares, mientras en la cocina es uno quien propone los tiempos, en el campo lo impone la naturaleza. «Las pausas del ganadero en la cocina casi no existen. Tengo momentos en el campo donde se debe actuar rápido», dice.
«Es cuestión de minutos cada vez en que se inunda la isla y debemos sacar toda la hacienda a nado 100 metros en medio del río con enormes correntadas, pero me gusta esa adrenalina», agrega.
En 2020 abrirá «Hermanos», su nuevo restaurante en San Isidro, donde ofrecerá como estrella un ojo de bife trazado de raza Brangus, como dice él «directo del campo al plato».
Siempre el campo le deja enseñanzas y esas máximas las aplica en la cocina. «No se debe olvidar nunca las mil cosas buenas que hace la gente por una que salió mala. Entré en el mundo ganadero para quedarme», concluye.