Fuente: iProfesional ~ Importaron de casualidad un molino y emprendieron, pero por la burocracia no paraban de perder plata, hasta que dieron con la clave y ahora son un éxito
Emprender en Argentina es una epopeya. Usted un día se levanta con el sueño de importar un molino para producir harina orgánica de la mejor calidad. Paga la máquina en dólares y comienza los tramites de importación. Pero, entre los papeles adicionales, sorpresas y trabas, llega más tarde de lo previsto y le cuesta el doble. Respira hondo, y continua. Alquila un galpón e instala la máquina, pero no le habilitan las instalaciones. Primero necesita una firma, luego otra, después una remodelación. Ya lleva dos años perdiendo dinero sin poder sacar el producto. Llega la habilitación. Sale a la calle. Nadie le compra el producto. Insiste. Asiste a una feria, fracaso total. Pierde toda la inversión.
Por mucho menos, decenas de personas venden el molino y se dedican a otra cosa. Pero no es precisamente el caso de Manuela, su familia y Molinos Mayal.
Ellos emprendieron de casualidad, descubrieron un nicho de mercado desatendido, comenzaron a vender, sufrieron dos inundaciones, robos, golpes en la calle, el dólar, la pandemia, pero ellos sigue con el sueño intacto: difundir la alimentación saludable. Esta es la increíble historia de una epopeya que crece todos los años. La historia de Molinos Mayal
Un emprendimiento puede nacer por los motivos más insólitos. Harinas Mayal surgió como un juego, a partir de la necesidad de una familia alemana, instalada en Buenos Aires, de usar harinas de calidad para sus comidas, como las que conseguían en Alemania. «Las que había acá eran muy gruesas para trabajarlas o no tenían sabor», recuerda Manuela Schedlbauer, fundadora de Molino Mayal.
Lo que empezó como una búsqueda motorizada por el instinto del «buen comer», se transformó en un molino familiar que ofrece harinas de calidad premium, orgánicas, molidas a piedra -un método antiguo con el que el grano conserva su estructura molecular y responde muy bien a la hora de trabajarlo, sobre todo en panes-.
Hoy producen harinas gruesas, medianas y finas, a partir de granos de trigo, centeno, candeal, espelta y maíz, y su calidad es reconocida por los más importantes críticos gastronómicos y chefs del país. Pero cuando empezaron, su camino estuvo plagado de obstáculos, tantos que bien podrían haber bajado los brazos, pero esa, para la familia de Molino Mayal, nunca fue una opción.
En 2013 Manuela y su esposo, Anton Johann Kraus, se cansaron de las harinas demasiado gruesas o extremadamente refinadas que el mercado argentino ofrecía. Entonces consiguieron un molino y empezaron a experimentar con diferentes granos orgánicos y a elaborar sus propios panes.
«Estaba buenísimo, pero después nos aburrimos porque no podíamos jugar», recuerda Manuela. En ese momento, Anton tuvo una idea: importar un molino. «Era para nosotros, pero también pensamos que quizás podríamos vender pan o sino ofrecer la harina a los panaderos», recuerda Manuela. El proyecto la entusiasmó tanto que decidió poner fin a su profesión de más de 30 años como maquilladora en cine y publicidad.
Con la Aduana, comenzaron las primeras complicaciones: siempre faltaba un papel, un sello, una firma. El gasto que habían previsto se multiplicó. Cuando por fin pudieron llevarse el molino, llegó el momento de habilitar las instalaciones: otra tortura kafkiana.
«Vino un inspector del Senasa y nos dijo que había que hacer boxes, hicimos los boxes con durlock y nos pidieron las cortinas, después el piso», recuerda Manuela, «fueron dos años en los que siempre faltaba algo».
Durante todo ese tiempo, pagaban el alquiler y también invertían en las instalaciones sin que entrara un peso, hasta que por fin llegó la última inspección y obtuvieron el visto bueno para empezar a trabajar. La felicidad por haber superado ese gran escollo pronto se vio diluida por un nuevo interrogante: «¿Y ahora qué?» se preguntó la emprendedora «si no nos conocía nadie».
Cómo se construye una marca
Crear una marca no es fácil. Durante el año que siguió a la habilitación del molino, Manuela se preguntaba cómo hacer para que los consumidores conocieran sus harinas. Primero probaron con las dietéticas de Ingeniero Maschwitz, el pueblo de donde ellos venían, donde todos los conocían. «Fracaso total», reconoce la emprendedora, al recordar que no lograron vender más de dos kilos por local, en los pocos comercios que les compraron.
En aquel tiempo se sumó al proyecto su hijo, Ben, que es chef y aunque nunca se consideró buen vendedor, hizo el intento. «Iba a Barracas, a San Telmo, al centro y volvía», recuerda su madre, «volvía y decía: ‘nos van a llamar’, pero no llamaba nunca nadie».
Ante la frustración, Manuela no sopesó ni siquiera una vez la posibilidad de renunciar «ya fui criada así» explica, «en mi familia el ‘no’ no existe». Por el contrario, pensó que había que dejar de insistir con las dietéticas y exhibir sus harinas. Entonces asistió, entusiasmada, a su primera feria. «Económicamente fue un fracaso porque no recuperamos ni siquiera el valor del alquiler del stand», recuerda «no había interés».
Su hija le aconsejó mostrar las harinas a través de las redes sociales y ahí sí, Molino Mayal comenzó a abrirse camino en el mercado. «Lentamente empezaron a llegar personas y fue como un efecto dominó«, recuerda Ben, «fue increíble». Así y todo los números no daban.
Todavía faltaba que las cualidades insignia de sus productos: su calidad superior, sus granos orgánicos y su elaboración confiable, salieran a la luz y eso sucedió cuando se contactó con ellos el reconocido chef Diego Veras.
«Nos llamó y nos preguntó si nos podía visitar. Fue una charla interesante porque él es panadero y nunca tuvo acceso a un molino», recuerda Manuela, quien agrega que «probamos diferentes fuerzas de piedras, tamices, hicimos diferentes harinas y salió muy emocionado. Fue un encuentro mutuo, muy lindo».
Diego Veras comenzó a hablar de ellos en sus redes y desencadenó un aluvión de curiosos que querían sus harinas. En sincronía, en la Argentina comenzó a despertar una conciencia orgánica y Molino Mayal se convirtió en la marca más buscada por quienes elegían el camino de una alimentación sana y natural.
Molino Mayal: debieron atravesar una odisea para poder comenzar a funcionar
De la euforia a la frustración y a volver a levantarse
Cuando recibieron la invitación para que Molino Mayal participara de Masticar, la feria gastronómica más importante del país, Manuela y Ben se preguntaban cuántos kilos llevar. Imaginaban que la gente compraba de a un paquete y pensaron que entre 100 y 200 kilos estarían bien. Vendieron todo antes de que terminara el primero de los cuatro días que duró la feria. Durante todo ese tiempo, estuvieron a las corridas.
El interés era tanto que la gente esperaba hasta cuatro horas por sus paquetes de harina, que se llevaban de a seis o siete y que Antón traía a las corridas desde el molino, donde Ben molía y su abuela embolsaba.
«Mi mamá me decía que le mandara más y le mandé 600 kilos que se fueron enseguida», recuerda Ben. «Me decía: ‘mandame más’, pero la máquina tiene sus tiempos, no podía acelerarla». Fueron cuatro días muy agitados, «nos excedió«, reconoce Manuela al rememorar el éxito.
Pero la euforia se esfumó pronto. Poco después, una fuerte tormenta inundó el molino, mientras Manuela y Antón se encontraban en Alemania. El daño fue grande: «Metía la mano entre la piedra y sacaba masa», recuerda Ben. Su abuela, Gabi Baumann, la madre de Manuela, fue la encargada de llamar a Alemania para dar la noticia.
Manuela creyó que era el final. Pero en Buenos Aires se arremangaron y empezaron a limpiar. «De ninguna manera hay que quedarse parados lamentándose», sostiene, en alemán, Gabi, mientras su hija traduce: «Hay que arremangarse, agarrar la escoba, los trapos y avanzar».
Con esfuerzo, lograron secar el molino y empezaban a sobreponerse cuando, tres semanas después, otra gran tormenta lo volvió a inundar. «No puedo creer que nuestro futuro sea hacer harinas en un lugar húmedo», se decía Manuela, perpleja, en Alemania, cuando la llamaron para informarle de la segunda inundación.
Sobrevivir a esas complicaciones y a los vaivenes económicos de los últimos años fue de los desafíos más difíciles que debieron afrontar. «Hay noches en que no dormís», reconoce esta emprendedora, que paga la materia prima en dólares, «cuando el dólar saltó de 40 a 60, fueron momentos de angustia muy fuertes». Como la filosofía Molino Mayal es que sus harinas sean accesibles, y no para una elite, apostaron a incrementar su volumen de ventas, para ampliar sus ganancias.
Hoy siguen en pie y creciendo. Planean mudarse pronto, a un lugar que contenga los molinos, un espacio de venta al público y otro destinado a un centro de formación. A Manuela le gustaría que haya clases y charlas sobre pan, agricultura y cocina. No sueña con que Molinos Mayal se transforme en una empresa de más de 100 empleados, al contrario, esa no es la idea de la familia.
«Entendimos que para mantener la calidad, hay un tope», analiza la emprendedora «nosotros embolsamos a mano porque mi mamá mira cada paquete para ver si está como a ella le parece que tiene que estar y eso no hay que perderlo». Y es que la calidad de sus productos es, siempre fue, su principal valor. Para Manuela: «La clave del éxito de Harinas Mayal«.