Fuente: La Nación – Con su propuesta de fine dining en El Papagayo, levantó la vara a Córdoba y la convirtió en una nueva meca de la gastronomía.
“Para mí fue una oportunidad, más que un riesgo”, resume Javier Rodríguez para explicar por qué apostó a Córdoba, ciudad ajena al turismo internacional que podría pagar en dólares por un menú de pasos, como Salta o Ushuaia, además de Buenos Aires. “Comprobamos que había un nicho desatendido; gente ávida de una propuesta como la nuestra”, señala el cocinero e ideólogo de El Papagayo, restaurante de fine dinning que en unos meses cumplirá diez años de éxito, y quiebra el preconcepto de que el público cordobés es conservador y austero. “Córdoba siempre fue una provincia económicamente fuerte. Aquí hay consumo. Y jóvenes con ganas de comer bien. Por eso, además de la mía, funcionan propuestas de omakase y ramen, por ejemplo. Nosotros fuimos los primeros en hacer algo disruptivo, pero después vinieron otros y también les fue bien”, cuenta Javier, que además tiene un tostadero de café (Shiok); un restaurante más accesible, pero igual de bueno (Standard 69), un bar que sirve café de especialidad (El Papagayo Petit Café); una panadería (Bakery 69) y un hotel boutique (Casa Papagayo). Y habla en plural porque tiene una esposa, Lucía Roland, que es arquitecta y maneja las cuestiones administrativas de su negocio. Juntos son papás de Mateo, de seis años.
Santiagueño de nacimiento, pero siempre ligado a Córdoba porque sus padres nacieron acá, Javier habla con el pretérito perfecto compuesto que caracteriza a buena parte del Norte. “He ido”, “hemos logrado”, “he sabido”, dice y tal vez eso explique cómo se le fueron dando las cosas: con tiempo. “En mi casa no había tradición gastronómica, ni de vinos. No tengo una abuela que cocinaba y me inspiró. Es más, cuando era chico no comía bien… A mi mamá no le gusta que diga esto, pero salchichas con kétchup era el menú básico de mi infancia. Eso sí, siempre me gustó comer y mucho. Además, era creativo. Siempre me gustó dibujar y la música”, cuenta Javier, que al terminar el colegio se mudó de Santiago a Córdoba para estudiar Abogacía, pero también cocina, en Azafrán.
“En un momento quise dejar la facultad, pero mis viejos me sugirieron sutilmente que terminara. Me costó, pero acaté y me recibí. Más allá de una pasantía en Tribunales, a dónde siempre llegaba tarde, nunca trabajé en otro lugar que no fuera una cocina. Porque terminé Abogacía y empecé a viajar para laburar en restaurantes. Con 22 años me fui a Singapur, Australia, Dinamarca, Inglaterra, Noruega y Perú. Siempre a muy buenos restaurantes”, repasa Javier.
¿Su mérito? “No me he visto afectado por la rigidez de las cocinas. Era un empleado resistente. Hacía lo que me decían y punto. Era buen empleado; para nada rebelde. Porque en esos lugares, no hace falta demostrar el talento. Solo hay que ser dos manos que limpian doscientos tomates. Pero hay que tener los ojos bien abiertos, para observar y aprender. Yo estuve diez años laburando así”, reflexiona sobre el camino que recorrió hasta abrir su propio restaurante en 2015.
“A los 33 años he abierto El Papagayo”, dice para que vuelva a resonar la magia del devenir en su proceso. “Unos años antes, durante unas vacaciones, entre dos viajes, entré a trabajar al restaurante del Hotel Azur, que antes se había llamado Il Papagallo de Bologna y era icónico. Yo había aprendido mucho, tenía experiencia y podría haberme quedado, pero todavía era muy chico para abrir mi propio negocio”, relata Javier, que entonces le escribió a André Chiang, obtuvo un “sí” y a la semana estaba trabajando en uno de los mejores restaurantes del mundo, en Singapur.
Propuesta amplia y superadora
El Papagayo funciona en un pasillo angosto –de 2.30 metros de ancho por 36 metros de largo–, y antiquísimo, del centro de Córdoba. La propuesta es por pasos y sumamente delicada, pero para nada estresante. “Tenemos un gran sentido de la hospitalidad. Montamos un restaurante fresco. No hay ventanas y es muy angosto, pero ofrecemos un conjunto armónico de cosas lindas. Le quitamos dramatismo al espacio, para que la experiencia no sea intimidante. Nos gusta que la gente se sienta relajada”, señala Javier, mientras La Bandada, obra de arte del ceramista Santiago Lena, le aporta movimiento al lugar. ¿Más detalles de distención? (Que no conspiran con la distinción) Las servilletas, que se presentan abolladas. La sonrisa y la naturalidad del servicio, que sugiere y no limita. Y el andar descontracturado de Javier, que si está en el restaurante –porque a veces viaja– convida salame de Colonia Caroya, se acerca a las mesas y se presta a la charla. Todo como para que el estrés que pudiera haber en la cocina, no se traslade a los platos, ni a la mesa.
“No me gustan los insultos, ni que mis empleados se traten mal. Se puede ser claro, sin faltar el respeto, ni amedrentar. No creo en anular, sino en empoderar. Yo he sufrido maltrato en la cocina. Era peor que los gritos; era maltrato psicológico fino. No dormía… ¡y eso que soy santiagueño! Han sido terribles conmigo, y yo no he querido eso para la gente que trabaja conmigo. No quiero que a la gente se le paralice la cara por el estrés de las cocinas. Muchos cocineros que trabajan en niveles altísimos, están re locos. Por suerte a mí no llegaron a enloquecerme. Claro que trato de que todo salga rico, y que no demoremos la salida de los platos, pero si pasa, no es gravísimo. No somos cirujanos cardiovasculares; estamos sirviendo comida. Si la guía Michelin me premia, buenísimo. Pero si no, ¡no hay problema! La clave es que puedo vivir de esto porque la gente viene a mi restaurante. Y, fundamental, tengo a mis empleados en blanco, como debe ser”, reflexiona Javier, mientras arranca el servicio, con una ostra sobre leche de tigre, apio e hinojos. La siguen buñuelos de hoja de remolacha en mayonesa de pera y limón; merengue de remolacha; mousse de queso de cabra y pomelo; su célebre huevo con croûtons, arrope de chañar, crema ácida y ciboulette; gírgolas al escabeche con sabayón de café; y mole frutado de plátano y pera, langostino, arroz moche, caldo de langostinos y leche de coco.
“Hoy tenemos ostras, que llegaron en avión, pero tengo un conflicto interno en este sentido”, confiesa Javier sobre los dilemas de todo cocinero inquieto y buscador. “¿Por qué servir ostras en Córdoba?”, se pregunta en vos alta. Y se contesta: “La semana que viene no las voy a traer”. Entonces destaca a los muy buenos productores de Córdoba. “Somos la envidia del país por los quesos, las carnes, los vegetales. No tenemos mar, pero sí gente emprendedora que hace vinagres, fermentos. Hoy vienen a nosotros, pero al principio tenía que buscarlos. Se genera una economía circular que me gusta. Además, nos pasamos el dato entre cocineros. Qué comprarle a quién. Como no estoy en Buenos Aires, soy ajeno a las disputas de los grandes chefs. Igual hoy está todo un poco más relajado que hace diez años”, agrega.
Su propuesta de pasos sigue con “lo que da la vaca”. Croqueta de rabo al limón; milhojas de papa con tartar de ternera; pan con tuco y manteca con caracú; mondongo (el bonete) con bagna cauda, perejil y anchoas. A continuación, humita con provolone ahumado; cabrito relleno, mazamorra, hinojo y manzana verde con paté de hígado y puré de hinojo. “Mi cocina es libre. Si me pinta traer panipuri de India y rellenarlo de humita, lo hago”, apunta Javier, que viaja mucho y se define “fiel a lo que acontece”. Dice que tal vez tanta libertad sea en contraste con aquel aprendiz dócil que pelaba papas por el mundo, cual soldado, sin cuestionarse. Cuenta que ahora también viaja mucho, contratado para cocinar en lugares increíbles, y que siempre se lleva un cocinero de El Papagayo. “Es parte de la formación que quiero darles. Y a mi me sirve para volver con ideas nuevas”, señala Javier, que acaba de llegar de la India, pronto volará a Colombia y después a Inglaterra. De aquí y de allá traerá especias y vinos, para enriquecer su increíble cava con más de 250 etiquetas.
La charla sigue con el postre. Pero antes, copa en mano, habrá que cruzar la calle para entrar a un living que completará la experiencia. Aquí hay otro huevo, ahora con base de panna cotta, arrope de chañar y sabayón de espumante; un queso azul con pera en almíbar de cardamomo y pistacho; y puré de naranja amarga, helado y salsa toffee de café. “No me estresa la búsqueda. Me gusta que El Papagayo siga madurando. Es un restaurante adolescente, pero siempre evolucionando. No es un templo de la gastronomía, sino un restaurante con gente que le gusta hacer las cosas bien”, sintetiza.
Datos útiles
El Papagayo. Menú por pasos y ambiente distendido. Lunes a sábado, de 19 a 22.30. Conviene reservar. Menú degustación por $65.000. Arturo M. Bas 69. T: (351) 425-8689. IG: @elpapagayo69
Casa Papagayo. Hotel boutique de diseñomoderno, funcionaly relajado que JavierRodríguez abrió en 2022. Fue ideado y remodelado por la arquitecta Lucía Roland, de Capó Estudio. Tiene cinco habitaciones cómodas y bien equipadas. Funciona en los altos de El Papagayo Petit Café, donde se sirve el desayuno de los huéspedes –infusión, jugo y un laminado– y se retira la llave del hotel, porque no hay recepción. Ofrecen precios especiales para alojarse y comer en el restaurante. Arturo M. Bas 72. T: (351) 641-3655. IG: @elpapagayo69