Fuente: La Nación – A cargo del chef Martín Rebaudino, fue distinguido por la Guía Michelin.
Martín Rebaudino se presenta sin estridencias, casi con timidez: nunca omite contar que nació y se crió en La Cumbre, Córdoba, y que su primer maestro fue su padre, un cocinero de oficio que le hizo conocer y amar la profesión. Aunque tiene una vasta trayectoria profesional, sintetiza su carrera contando simplemente que es el dueño y cocinero de Roux desde el año 2014, cuando decidió independizarse después de haber trabajado casi 20 años en Oviedo, el restaurante de Emilio Garip. Solo ante la insistencia de saber algo más sobre su formación menciona a los grandes cocineros internacionales con los que trabajó: Pedro Subijana, Rivera, Juan Mari Arzak, Martín Berasategui o los hermanos Roca.
Martín puede ser sintético, pero no hay falsa modestia en sus definiciones. Sabe que es uno de los cocineros más reconocidos del país. Y que Roux, en esa cálida esquina de Recoleta es, además de su sueño hecho realidad, un lugar de visita obligada para los amantes “de la alta cocina”, como califica a su propio trabajo. Quizás por todo esto el tema de conversación ineludible es la llegada de la Guía Michelin a la Argentina: para sorpresa de muchos, incluyendo al propio Rebaudino, Roux fue incluido en las recomendaciones pero no recibió ninguna estrella.
–¿Cómo tomaste el anuncio del arribo de Michelin a Buenos Aires y qué opinás de los resultados?
–Son sensaciones encontradas. Hoy, sabiendo que la Guía incluye al país, te puedo decir que en Roux vamos a sostener el laburo para conseguir una estrella. Es algo importante, aunque ya veníamos trabajando con la política de mejorar más allá de los reconocimientos. Yo estoy muy contento con que las estrellas Michelin hayan llegado a Argentina, es un paso muy importante que nos va a ayudar a todos los gastronómicos a levantar el nivel, es fundamental para crecer. Pero, aunque hay que aceptarla, no estoy muy de acuerdo con el tema de la premiación.
–¿Podés destacar a alguno de los ganadores?
–Sí, admiro a muchos de los ganadores, especialmente a Gonzalo Aramburu, que fue el único que recibió dos estrellas. Lo defiendo como sé que él me defiende a mí. Fui a comer a su local en junio, para festejar mi cumpleaños, y la verdad es que su cocina está cada vez mejor, es una cosa de otro planeta. Le dije que iba a tener dos estrellas cuando llegaran las Michelin. Y no me equivoqué. De cualquier manera estoy agradecido por la inclusión de Roux en los recomendados de la Guía y, especialmente, por el aliento de los clientes. Las estrellas te las dan ellos. Yo estoy en la mía, contento porque vienen y me dicen cosas lindas, reconocen el trabajo y lo disfrutan
–¿Y el resto? ¿No te gustan los restaurantes elegidos?
–Sí. Me gustan y me llevo bien con todos sus cocineros. Es una cuestión de criterio de selección la que no comparto. El concepto de mi restaurante es muy distinto. No servimos un menú de pasos y tampoco son platos vistosos que se comen al paso. Es a la carta y con gran cantidad de cubiertos, entre 100 y 120 por servicio. Se trabaja con excelencia en medio de la dificultad de no saber qué van a elegir los comensales en el momento.
–¿Cómo definís a Roux?
–Como un restaurante federal en su concepción, con el foco puesto en encontrar los mejores productos, siempre de estación, provenientes de todo el país. Es genial encontrar el fruto rojo exacto para un postre, un vinagre preciso como el de la China Müller en Bariloche o un determinado pescado. Tratamos de ayudar y visibilizar a los productores que todavía necesitan de los restaurantes de Buenos Aires para crecer, pero a veces los costos del transporte superan a los de la mercadería. La búsqueda del rendimiento es constante.
–¿Esta forma de trabajo es la que vuelve a Roux un restaurante de alto precio?
–Prefiero hablar de alta cocina. La gente no sabe la cantidad de trabajo y los costos reales detrás de cada plato y del funcionamiento de un restaurante. Cuando me dicen “ese vino lo encuentro en el chino” me da mucha bronca. Ok, dale, compralo en el chino, pedilo por internet. Después prepará tu casa, cociná, lavá antes y después de la comida, limpiá el lugar… La verdad es que el precio aquí es justo. Somos 36 personas trabajando para 74 cubiertos por turno.
–¿Es un lugar accesible para el público argentino?
–El promedio de gasto en Roux es de 35 dólares por persona. Afuera eso equivale a una croissant, un jugo y un café, pero admito que para el extranjero es una ganga y que para el bolsillo argentino puede resultar costoso. Siempre digo que con el mismo esfuerzo, si este restaurante estuviera en otro país, yo estaría más cómodo. Así y todo valoro muchísimo al público nacional, que en definitiva conforma el 70 por ciento de la clientela. Nos ayudaron mucho, especialmente en pandemia. Siempre fieles. Son los que pueden reconocer el trabajo de base que hacemos con los productos de estación de las distintas regiones.
–¿Hay algún comensal que recuerdes especialmente?
–Hace poco vino Marco Antonio Solís, en medio de su gira. Pero quizás la visita que más me sorprendió fue la de Máxima Zorreguieta. De repente veo una mujer, sentada, sola, esperando a su familia. No se anunció ni nada, fue como “pasaba por aquí”. Cuando la reconocimos no lo podíamos creer. Y a partir de eso, es notable la cantidad de holandeses que nos visitan.
–Pero esa no es una anécdota que haya trascendido, ¿algo que ver con tu fama de cocinero de bajo perfil?
–Soy así, es cosa mía. No me gustan las cámaras. Hay otros que se tiran de cabeza, que se vuelven locos. A mí no me sale, no me interesa figurar, no me mueve la aguja que me reconozcan en la calle. Todos los días me invitan a eventos o notas, yo pongo la mejor excusa que es, además, verdadera: la del trabajo. A mí me gusta cocinar, estar en el restaurante.
–Hoy no es común esa postura. Las redes, por ejemplo, son importantes…
–Sí. Por eso valoro al que se ocupa. Yo no puedo, defiendo mi trabajo en la cocina. Tengo alguien que me maneja las redes, si no, no existirían. Todo eso fue lo primero que pude delegar. Después lo fui logrando también en el salón, la administración y la cocina. Hoy puedo tomarme una semana y el lugar va a seguir funcionando. Los primeros años fueron distintos. Yo venía de un restaurante excelente y tenía que demostrar mi altura para posicionar mi proyecto. Estaba todo el día metido acá, trabajando para hacerlo crecer.
–¿Sos exigente?
–Muy, recontra exigente. Pero con los años bajé la intensidad. Eso de la “generación de cristal” en la cocina se nota mucho. Todo evolucionó, hoy no podés decir nada porque ante cualquier conflicto la gente se va.
–¿Lo padecés?
–Uno va creciendo, va buscándole la vuelta. Hace 30 años, cuando empecé, el clima en las cocinas era muy bravo, casi militar. A nadie se le ocurría cuestionar la cantidad de horas de trabajo o preguntar cuándo eran las vacaciones. Esta nueva forma de trabajar me ayuda a mí a aflojarme y adaptarme para llevar adelante la cocina y el negocio.
–¿Te considerás un maestro para la gente que trabaja con vos?
–Me resulta natural y necesario hacer escuela, trabajar con gente más joven que tenga ganas de aprender. Los jefes de cocina más experimentados traen mañas con las que realmente no tengo ganas de lidiar.
–¿Hay alguna clave para crecer como cocinero y no morir en el intento?
–Según mi experiencia, no quemar etapas. Es como en la escuela: jardín, primaria, secundaria. Si salís de la mejor academia de cocina con el mejor de los promedios y creés que eso te permite trabajar en un tres estrellas, la pifiás. Intentar entrar a trabajar en un buen restaurante está muy bien, pero que no sea el mejor ni el más exigente. Hay que conocer el término medio en lugares que te permitan practicar lo básico.
–¿Vos salís a comer afuera?
–Poco, porque en rigor solo tengo libres los domingos. Pero sí, salgo más seguido de lo que cocino en casa. De Aramburu, además del restó, me gusta su Bis; voy mucho a Elena, a veces a Las Pizarras, Don Julio, El Preferido. De lo clásico me encanta La Brigada, en San Telmo. Y de lo más nuevo, Namida, de Matías Kreiman.
–¿Cuál es tu sueño en lo profesional?
–Estoy enfocado en sostener el nombre de Roux en lo más alto y en tener más reconocimientos, pero sin perder la esencia ni negociar nuestra forma de trabajo. Mi sueño era tener un restaurante. Ahora es que crezca. Busco un lugar más grande. Para los clientes es acogedor y los habitués están encariñados, pero yo quiero que podamos trabajar más cómodos. Eso nos va a ayudar a seguir dando lo mejor, que es lo único que me importa.