Fuente: La Nación ~ Para quienes rehúyen al contacto social, el camino que recorre Federico Pavlidis desde que entra al bar Los Galgos hasta que se sienta en una de las sillas altas de la barra resultaría una carrera de obstáculos en la que se interponen saludos, abrazos y besos con mozos, mozas, el encargado del local, el bartender y, quizás, algún otro parroquiano que, como él, acude diariamente a beber un espresso, almorzar una tortilla de papa o beber un old fashioned. Federico, por el contrario, busca esa familiaridad: «Disfruto de pasar un momento en un ambiente donde me siento cómodo, con personas que conocen mis gustos, saben de mis tiempos, cuándo conversar o cuando necesito un momento en solitario», dice este consultor en comunicación de 45 años.
Federico es un habitué. En un mundo en el que descubrir todos los días un nuevo lugar o vivir una experiencia distinta asume la forma de mandato -si es el bar/restaurante de moda, mejor, pero si todavía no lo es ¡mejor aún!-, su conducta es contracultural. Es que el habitué no busca innovadores tragos/platos/decorados cuyo hallazgo presumir en Instagram; lo suyo es ese vínculo que ha formado con un lugar en el mundo y con aquello que lo habita. Muchos de quienes nadan a contracorriente de la novedad incluso suelen evitar los lugares y sonrisas estandarizados que preguntan el nombre para luego escribirlo en la taza, y prefieren acodarse en esa barra donde el café tiene el sabor que le imprime el barista de la casa o donde el mozo ya no le pregunta por el punto de cocción de la carne. El habitué se siente en casa estando fuera de ella.
«Cuando uno encuentra un lugar donde se siente cómodo y te gustan las costumbres que propone el lugar, te sentís en casa», resume Julián Díaz, empresario gastronómico detrás de Los Galgos, 878 y La Fuerza, que a su vez se reconoce como habitué -actual o pasado- de Gran Bar Danzón, Mundo Bizarro, Oviedo, Tomo I… («una mezcla de rock y de alta calidad», describe).
Este rasgo de familiaridad es quizás el denominador común entre quienes acuden regularmente a un mismo establecimiento gastronómico. Una familiaridad que permite moverse con la comodidad de sentir que uno no es un comensal anónimo, sino una persona con nombre, gustos y preferencias.
«Soy habitué de restaurantes, algo que en el contexto de comidas de trabajo me brinda la comodidad y la eficiencia de un almuerzo en el que como algo rico en un lugar que me conocen. Y eso incluso me da seguridad de que al ser celíaco puedo seguir la dieta», comenta Rafael Calderón, que varios mediodías a la semana camina las cuadras que separan su oficina del pequeño local de omakase Nare Sushi, en el barrio chino de Belgrano, para disfrutar del menú ejecutivo que consta de una sopa de miso y un shiromi sushi. «Allí, el mozo sabe de mi dieta sin gluten, lo que me facilita el tema. Me ven llegar y ya me sirven mi plato habitual», agrega.
» Con los habitués se va armando una relación, en la que ellos se acomodan a nosotros y nosotros a ellos«, sostiene Gabriel Oggero, chef y propietario de Crizia, que recibe habitués que vienen desde los inicios de este restaurante célebre por su oyster bar. «Conocemos sus gustos, por eso todos los días antes de comenzar el servicio revisamos si hay reservas de habitués y nos aseguramos de atenderlos en función de sus preferencias: que a tal no le gusta el aceite de oliva, o que prefiere servirse el vino y no que se lo sirvan, o que le gusta un vino en particular, entonces nos aseguramos de que haya varias botellas en la cava a temperatura».
«Incluso tenemos parejas que vienen varias veces a la semana y ya se han armado su propio menú de pasos, a veces con platos que no están en la carta pero que los hacemos especialmente para ellos -agrega Oggero-. Al mismo tiempo, buscamos que entiendan los cambios que va teniendo el restaurante en su propuesta; nosotros hace unos años cambiamos radicalmente la carta de vinos, pasando de líneas conocidas a vinos de autor, de garage, de cosechas más pequeñas, y lo hablamos con los clientes habituales. Hoy nos agradecen haber descubierto esos vinos».
Algo de clásico
Si bien uno puede volverse habitué de un local de una cadena de hamburgueserías que vaya uno a saber por qué se cruzó en nuestro camino, en la mayoría de los casos los bares o restaurantes con los que desarrollamos una relación estable suelen contar con rasgos particulares propios, que son los que nos atraen, y que van desde la sonrisa con la que nos recibe el mozo de siempre, una particular selección de vinos, la vista que nos ofrece la mesa de la ventana o ese inefable cosa que llamamos «ambiente».
«Lo de Dadá fue fruto de la casualidad. Éramos jóvenes, habíamos terminado el colegio y por alguna u otra razón curtíamos esa zona del microcentro. Alguna vez fuimos a Dadá y se me fue volviendo una costumbre», cuenta Esteban Feune de Colombi, poeta y performer de 38 años que se reconoce habitué de ese bar ubicado en San Martín 941, a nada de la plaza homónima. «En una época vivía a la vuelta, con lo que mi presencia allí era peligrosamente frecuente, por no decir todos los días. Hoy voy 2 o 3 veces por semana», agrega, y cuenta que su rutina suele girar en torno a una botella de Pinot Noir: «Siempre que voy ahí pido una botella de vino, de pinot de precio promedio, fría y la voy llevando toda la noche: invito, otros me invitan, y la botella está ahí en su frapera, es la medida de la noche».
Pero ¿qué encuentra en Dadá Esteban? «Creo que mantuvo y sostuvo, al revés de todo lo que suele pasar en la Argentina, una continuidad ahí en esa zona del centro, pasara lo que pasara, presidentes y presidentas, y no porque uno fuera a buscar lo mismo, pero sí cierta garantía, una banqueta en la barra, una sonrisa. Son lugares que uno los va haciendo propios a fuerza de repetición. Es como si uno empollara en el lugar, lo que lo termina haciendo fantasiosamente propio, y lo que hace que uno viva momento que, a la postre, son importantes, radicales o viscerales».
«Los bares o restaurantes de los que la gente se hace habitué tienen algo de clásico, uno no se hace habitué de un lugar de cadena en el que las personas que atienden cambian todas las semanas», afirma Julián Díaz. » Son lugares que van en sentido contrario a la tendencia a la estandarización, al modelo Nespresso de la gastronomía, donde cae la cápsula y sale el café siempre igual. Porque lo que reclamamos muchas veces los seres humanos es una cosa más personalizada, más individual, donde uno pueda meter diferencias. Cuando el habitué va a su lugar de siempre y cambiaron un sabor, algo en un plato, quién hizo el café, se da cuenta».
«¡Te das cuenta cuando cambia el plato que pedís siempre!», confirma con cierto pesar Fernando García, de 38 años, vecino de Belgrano, que dejó de ir al restaurante del que era habitué cuando cambió el pastel de papas. «Descubrí el restaurante cuando me mudé a Belgrano; estaba cerca, en una esquina, nunca desbordaba de gente, gente de barrio, con un menú acotado que venía en un papel plastificado, y que tenía un pastel de papa espectacular: el puré con queso gratinado, la carne cortada en cubos, que se deshacía, era mi plato preferido», recuerda Fernando. «Un día fui y el pastel era otro: carne picada, cositas duras… No volví más», concluye.
«Transformar los negocios gastronómicos y hoteleros en clásicos, fidelizando a nuestros clientes es de las tareas más difíciles dentro de la industria de la hospitalidad», advierte Diego Coll Benegas, especialista en Management Hotelero y Hospitality Entrepreneur, y gerente general de Patios de Cafayate, en Salta. «Lograrlo requiere de un sistema sutil, focalizado en el servicio de calidad a lo largo del tiempo, con procedimientos de continua mejora e innovación que nos permita sorprender pero que mantenga a su vez aspectos que nunca van cambiar, que siempre estarán y den seguridad a nuestros clientes».
«¡Y nunca bajar la calidad! -subraya Sebastián Levy, propietario y chef de Miranda y de Brandon, en Palermo-. El habitué vuelve a reencontrarse con la experiencia que disfrutó, vuelve a repetirla, y para eso quiere la misma provoleta, del mismo productor, y, si cambia, tiene que cambiar por algo mejor». Es fundamental, agrega por su parte Alejo Waisman, propietario, entre otros restaurantes, de Il Quotidiano, «que cuando vuelvas tu plato mantenga el encanto y la excelencia por la cual decidiste volver».
Hacerse habitué, dice Teresa Durán Nuñez, sentada a una mesa de Il Quotidiano, «deviene de encontrar en reiteradas veces comida exquisita, limpieza, que te reciban con una sonrisa, sepan tus gustos… Sentirte como en casa, pero con comidas o cocktails preparados por alguien que se dedica a eso».
Color humano
«Cambia la experiencia de ir a un restaurante cuando uno va seguido -asegura Cecilia López, de 44, habitué de Brandon, que lo visita al menos una vez por semana con amigos o sola-. Además de saber que vas a reencontrarte con comida rica y un lindo ambiente, uno de los aspectos que cambian la experiencia es hacerte amigo de la gente que te atiende, que sabe cuáles son tus gustos. Esa buena onda que se genera con la gente que atiende marca la diferencia».
«Cuando voy a Los Galgos el diálogo es ida y vuelta -dice Federico Pavlidis, hoy habitué de Los Galgos, antes del extinto The Sensi-. Es un diálogo tanto con el personal del bar como con los que ocupamos tiempo en la barra. Conocés historias y personajes del barrio, gente con diversos proyectos, la pasás bien. Incluso muchas veces entre un café o una copa de vino puede surgir una conversación inspiradora para un proyecto laboral personal».
Ese color humano que tiñe la experiencia del habitué es el mismo que buscan aquellos que, cuando viajan, vuelven a visitar bares y restaurantes en los que ya han estado (contradiciendo a Sabina cuando canta «al lugar donde has sido feliz/no debieras tratar de volver»). «Cuando viajo a ciudades que ya visité, siempre vuelvo a los mismos lugares. Es como si al volver retomara el hilo de la última vez que fui, es algo así como completar la memoria, reencontrarme con la gente del lugar», dice Esteban Feune, y aporta una anécdota que completa la idea de qué es lo que encuentra un habitué en ese segundo hogar.
«En el D.F., en el barrio Santa María de la Ribera, descubrí un bar diminuto que unos biólogos abrieron con la intención de mostrar el trabajo de los artesanos y los mezcales de Guajaca -cuenta-. Debo haber ido a ese lugar unas 40 o 50 veces, cuando hacía una obra de teatro a pie en las calles del D.F., y fue ahí a dónde fui después de un terremoto que me agarró en mitad de la obra. Fui a ese bar a calmarme».
«La existencia del habitué, y el favorecerlo desde el lado del bar, tiene que ver con fortalecer los vínculos humanos que son la base de la gastronomía -concluye Julián Díaz-. La gastronomía en las ciudades no cumple solo una función de saciar el hambre, tiene muchas más funciones que proveer alimentos, y es ahí donde está la disputa más cultural detrás de tal o cual modelo de gastronomía».