Fuente: La Nación ~ «Ustedes son de otro palo, ¿no?», me dice nuestro camarero mientras observo a su compañero avanzar entre los comensales bailarines sin camisa, con una bengala en la boca y disfrazado de Axl Rose. Es la una de la mañana de un sábado y Bagatelle acaba de revelar de qué se trata, mientras un rato antes parecía no ser mucho más que un restaurante bien puesto dentro del Hipódromo de Buenos Aires.
La sucursal argentina de la cadena de Remi Laba y Aymeric Clemente, que nació en Nueva York y se replica en Londres, Miami, St. Barth, Dubai, Rio de Janeiro, San Pablo, Punta del Este e Ibiza, está casi vacía a las nueve de la noche, excepto por una familia que va a pedir la cuenta algunos minutos después. Entre las luces cálidas, la blanquería y la cristalería clásica, y las cavas que exponen vinos en su mayoría franceses, son pocos los elementos que podría adelantar que Bagatelle no es lo que parece. En la entrada al salón, las marcas de labial en forma de besos podrían ser un primer indicio, justo antes de poder ver el cuadro que retrata a Diego Maradona coronado como un rey. Otra pista podría ser el camarero que, aunque de atención correcta, revela que es nuevo en el universo gastronómico cuando le pedimos sugerencias de la carta: «¿saben lo que es la burrata?», nos pregunta mientras nos sirve agua Evian. Mi amiga Agustina y yo nunca le decimos que no a una burrata y además elegimos los Gnocchi á la Parisienne (que en vez de una parisienne clásica llevan una salsa de trufa) y el Filet de Saumon Grillé. Aunque la carta está totalmente escrita en francés y Bagatelle se presenta como un restaurante de comida francesa contemporánea, con leer por arriba la carta se puede deducir que se trata de una selección de platos clásicos que pintan elegantes. Nada en el menú es un descubrimiento mágico o un sabor jamás probado. Los platos son frescos, ricos y cumplen con lo que prometen, pero de ninguna manera son la estrella de la experiencia.
Cuando nos adelantamos a la onda noventosa y vamos por el volcán de chocolate, el restaurante empieza a llenarse. A las nueve y media había llegado una de las pocas mesas de varones de la noche, y a las diez empiezan a entrar uno tras otro los grupos de amigas, en su mayoría de chicas de entre treintilargos y cuarenta. Le hago señas a mi amiga Agustina para que se de vuelta cuando llega un grupito que grita por todos lados «despedida de soltera». «Esas coronas no las compraron en Once, ¿no?», le digo. «¿Te das cuenta que somos las únicas dos mujeres en todo el restaurante que no nos planchamos el pelo antes de venir?», me dice mientras las luces empiezan a bajar y la música del DJ empieza a subir.
La previa
Después de pasar del vino a los tragos de la casa, ya me animo a indagar y le pregunto al camarero cómo se sumó al equipo de Bagatelle durante su apertura en noviembre. Entonces, la gran revelación: tanto él como los otros mozos varones, que son mayoría contra dos camareras, llegaron a través de una agencia de modelaje. Sí, son modelos. («¿No viste que todos son literalmente Ken, el novio de Barbie?», me dice Agus cuando el camarero se va y nos quedamos gritando en nuestra mesa). Algunos de ellos habrán descubierto hace poco qué es una burrata y puede que salpiquen un poco el vino al servirlo, pero eso no importa: según nos explica el camarero, la selección del personal privilegió que no tuvieran experiencia en el rubro. El corazón de Bagatelle es este elenco de infiltrados gastronómicos que con talento y simpatía vuelven posible la performance fiestera que empieza a ocurrir a partir de la medianoche, cuando el salón ya está estallado y casi no hay espacio entre mesa y mesa.
Con los primeros pedidos de chupitos arrancan las bengalas y los camareros pasan de despachar platos con pulpo a revolear las servilletas de telas sobre sus cabezas. Cuando el restaurante ya está a oscuras, empiezan a sonar remixes de todo hit radial de los 90 y 2000, como «Sweet Child of Mine» y «Oh, L’ Amour», y quedarnos sentadas como observadoras ya no es una opción. Le hago señas a mi amiga para que tratemos de imitar en nuestros pasos a las únicas chicas menores de 25 aparte de nosotras. En el Hipódromo, se baila un poquito, pero no se perrea ni de cerca. Kendall y Kylie, como las bautizamos para identificarlas, se sonríe entre sus amigas y mueven un poco los hombros sin alterar sus peinados. Cuando me las cruzo en el baño, le pregunto a Kendall por qué Bagatelle y no un boliche, o una fiesta. «Nos invitaron», me explica.
Al volver a mi mesa, el encargado le pone una mano en el hombro a mi amiga para consultarle qué tal la está pasando en su primera visita al restaurante. Al lado, el camarero vuelca un trago dentro de la boca de una de sus las clientas. «¿Las mojé?», les pregunta a las amigas. Mientras que las interacciones entre las mesas son escasas y el plan «levante» no termina de armarse, es lógico que Bagatelle sea un escenario perfecto para una despedida de soltera. Como nos había spoileado nuestro camarero al comienzo de la noche, se busca que la mayoría de las reservas sean de mujeres y, en concordancia, el servicio está protagonizado por el elenco estable que podría ser sacado de un desfile de Calvin Klein. Aunque nadie se desnuda como si se tratara del Golden, la performance solapada de espontaneidad, que llevan adelante con maestría, está recubierta de erotismo del que no te arruga la ropa.
A las dos de la mañana las cuentas llegan a las mesas sin ser pedidas y los camareros alternan entre cobrar y seguir bailando sobre las sillas. La última vez que veo a mi camarero está fumando un cigarrillo electrónico subido a los hombros de uno de sus compañeros y se inclina a tomar mi propina, mientras me despide con un beso en el cachete. Al salir hacia Libertador con Agustina estamos de acuerdo: puede ser que Bagatelle no esté dirigido a nosotras, pero decir que no nos divertimos muchísimo sería una mentira.