Fuente: La Nación – Creativo e histriónico, pero por sobre todas las cosas rupturista, marcó un antes y un después en la cocina argentina.
A 20 años de su muerte, casi no hace falta explicar quién fue el Gato Dumas. El rostro habitualmente sonriente y provocador de Carlos Alberto Dumas Lagos –ese era su nombre– es aún hoy uno de los más reconocibles de la gastronomía argentina. A través de sus programas de televisión o de sus libros, de su escuela de cocineros o, simplemente, en los numerosos restaurantes que abrió en sus más de 40 años como cocinero y empresario, se hizo un lugar en el imaginario popular. Pero el Gato Dumas fue más que la suma de todas esas facetas: muchos coinciden en que a partir de él hubo un antes y un después en la gastronomía argentina.
“¿El Gato Dumas? Un genio total. Fue quien jerarquizó la profesión de cocinero, vistiéndose de blanco, saliendo al salón. De ahí en más, en cada restaurante, ya no era más el maitre o el dueño a quien se reconocía, sino al cocinero, a quien te hacía la comida”, opina Dolli Irigoyen, maestra de cocineros distinguida con el Icon Award 2023 de los premios Latin America’s 50 Best Restaurants.
“En la Argentina y en Sudamérica, el Gato fue el primero que sacó al cocinero de la cocina. Que lo sacó como un personaje público, que le dio importancia y un rol fuera de la cocina. Hasta el Gato, uno iba a un restaurante y no sabía quién cocinaba”, coincide Mauro Colagreco, chef platense creador del restaurante con 3 estrellas Michelin Mirazur, en Francia, que fue alumno del Colegio de Cocineros Gato Dumas.
“Papá le enseño a su país que la cocina necesitaba excelencia”, coincide Siobhan Dumas, cocinera e hija del Gato, que recientemente publicó su libro homenaje Sabores heredados (@saboresheredadosoficial). Fue, además, el primero en hablar de la necesidad de una cocina nuestra, una cocina nacional, que no imitara y que buscase un camino propio a partir de nuestros productos y nuestras tradiciones culinarias”, agrega.
Cristina Goto, editora gastronómica y fundadora de la revista Cuisine & Vins, comparte una anécdota que da cuenta del reconocimiento que el Gato tenía por parte del mundo gastronómico: “En 1990 la revista organizó su Primer Concurso de Jóvenes Chefs, donde él presidió el jurado. Le pregunté entonces a Miguel Brascó por qué lo habían elegido y me respondió: ‘La llegada del Gato cambió la gastronomía de Buenos Aires’. Con el tiempo entendí que efectivamente él fue quien cambió todo lo que tenía de antigua, empujando a los otros cocineros hacia lo nuevo”.
¿Ejemplos? “Fue el primer cocinero en tener una cocina abierta que se vea desde el salón; también el primero en tener una huerta propia para abastecer a su restaurante”, responde Siobhan. “Él empezó a usar hierbas en la cocina, las que tenía en el mismo restaurante, dándole un gran valor a cocinar con productos frescos –agrega Dolli–. Además, mediatizó al cocinero a través de sus programas. Era muy divertido verlo”.
“Con su personalidad y su temperamento –histriónico, divertido, de una persona de muchísima cultura general–, el Gato trascendió en los medios y le dio un empuje gigante a la gastronomía”, destaca Martiniano Molina, uno de los cocineros con los que el Gato Dumas armó su escuela.
Cuna gourmet
Nacido en Buenos Aires el 20 de julio de 1938, desde muy chico tomó contacto con la cocina. “Papá venía de una casa gourmet, donde se comía muy bien –cuenta Siobhan–. Su abuelo, Alberto Lagos, fue el primer sibarita de la Argentina; era un escultor que cocinaba y relataba por radio Splendid desde París sus crónicas de las ferias de gastronomía francesa”.
Las fotos familiares lo retratan ya a los 3 años, vestido de cocinero con chaqueta y gorro, asistiendo a su abuelo. Sin embargo, en un principio, estudió Arquitectura. Poco después, en un viaje a Inglaterra, dio rienda suelta a su vocación: “En Londres empezó a aprender sobre el oficio de restauranteur y cuando volvió a la Argentina volcó todo lo que aprendió –cuenta Siobhan–. Ya con su primer restaurante, La Chimère, papá transformó los restaurantes aburridos de Buenos Aires con una cocina excéntrica y novedosa”.
En La Chimère se mezclaban el arte y la gastronomía, con obras de Botero y Nicolás García Uriburu, performances culinarias y un salón intervenido: desde los platos pintados por distintos artistas, hasta la carta enorme, recortada a mano y con una lista de platos muy reducida (algo también innovador para la época). “Incluso fue el primero en tener un vino propio del restaurante: se llamaba Vieja Lápida, y en su etiqueta aparecía él con el pelo largo”, agrega Siobhan.
A La Chimère le siguieron otros restaurantes, como La Termita, Hereford, La Jamonería de Vieytes, Drugstore, Clark´s, La Terraza del Gato Dumas, La Rotisería de Pilar y Carpaccio. En 1973 viajó a Brasil; primero a San Pablo, donde abrió Clark’s São Paulo, y en 1975 se radicó en Buzios, donde creó un lugar de leyenda: La Posada La Chimère.
Quien recuerda su excéntrica propuesta es Cristina Goto: “A Buenos Aires llegaban las noticias de que si ibas a Buzios y salías a bucear para capturar langostas, a la noche te las cocinaba el Gato. Yo no estaba hospedada en la posada, que era muy chica, pero fui a comer y tuve la oportunidad de verlo en acción. Era todo absolutamente delicioso y el lugar era más bien íntimo. El Gato llenaba el espacio con su presencia”.
De regreso a Buenos Aires, el cocinero fundó nuevos restaurantes: Gato Dumas, La Bianca y El Nuevo Gato. En paralelo a su faceta de restauranteur, se suceden las publicaciones de sus libros: Las Recetas del Gato Dumas, 140 Recetas Inéditas (con Ramiro Rodríguez Pardo), Gato Dumas Cocinero. Secreto y Especialidades; Mis Historias y mis recetas. Y llegó la televisión, que terminó de consolidarlo. “La tele combina esa imagen popular que tenía, por su manera de ser disruptivo e histriónico, con la impronta europea de su cocina. A partir de su aparición en pantalla, todos supimos quién era el Gato Dumas”, afirma Martiniano.
En las aulas
Su legado se completa desde el lado formativo, con la apertura del Colegio de Cocineros Gato Dumas (hoy Instituto Gato Dumas). “Ahí los alumnos aprenden a cocinar, que es lo que hacía papá, con la idea de que un cocinero debe poder hacer algo con lo mucho o poco que tenga enfrente –reflexiona Siobhan–. Del colegio se salía cocinando, sabiendo el oficio y teniendo presente que tenés que trabajar 24 horas por día”.
En las aulas también afloraba el sentido del humor del Gato, y su sinceridad: “Me acuerdo del discurso que nos dio el primer día de clases, en el que nos preguntó si creíamos que íbamos a ser chefs. Todos dijimos que sí, ilusionados, pero él nos respondió que la mayoría no iba a ser chef nunca; que deberíamos estar contentos si terminábamos la carrera y lográbamos ser buenos cocineros”, cuenta el chef Dante Liporace, alumno del colegio.
Mauro Colagreco, por su parte, rememora una charla “vocacional” previa a ingresar al colegio: “Al escucharlo, no daban ganas de inscribirse. Pero a mí la charla me quedó grabada porque nos habló con mucha sinceridad, diciéndonos que era un oficio muy sacrificado, y no lo que veíamos en la televisión. Nos decía: ‘Van a trabajar los días de fiesta, cuando sus amigos y familia estén festejando’. Y a mí eso me cautivó y por eso me inscribí igual. Tuve la suerte de estar en muchas clases que daba él, de escuchar esa visión tan clara que tenía de lo que significa ser cocinero”.
En primera persona
Quienes conocieron al Gato Dumas destacan, también, su costado humano. “El Gato fue mi padre gastronómico argentino”, asegura el chef Iwao Komiyama, y comparte una anécdota: “No le gustaba el sushi y como todo cocinero era muy orgulloso de lo que hacía y de lo que pensaba. Un día me invitó a la tele a hacer un plato. Hice sushi, un roll, algo que en ese momento no era tan conocido. Pero lo lindo fue un comentario que me hizo después del programa. Se acercó y me dijo: ‘Tengo que reconocer que el sushi preparado en manos expertas es un plato delicioso’. Me emocionó mucho porque sabía que el sushi no le gustaba. Después de eso me invitó a dar clases en su escuela de cocina”.
En su rol de empresario gastronómico, recuerda Cristina Goto, fue ejemplar: “Muchas veces lo estafaron, en otras no le fue bien económicamente, pero siempre pagó sus deudas y generó otros proyectos para poder sostener los restaurantes”.
Quien lo evoca desde un lugar más íntimo es su hija, Siobhan: “A pesar de ese carácter con el que se lo veía en público, papá era muy tranquilo y familiero. En la semana se iba a dormir temprano y los fines de semana, sí, hacía comidas para los amigos y la familia. Le encantaba cocinar con sus hijos y nietos”.
De su infancia como hija del Gato, Siobhan destaca algunos escenas: “Era una vida muy creativa la que viví de chica con él: me acuerdo cuando me pintó en el techo del cuarto una flor enorme, para que al despertarme la viera. O cuando pintamos un auto con nubes y salíamos a andar por la ciudad. Todos le gritaban: ‘¡Gato!’. Y él, con ese auto, me iba a buscar al colegio”.