Fuente: La Nación ~ «Pida camperos», dice un letrero amarillo gastado (por el paso de los años) en una ventana del bar San Martín. Los habitués saben que se trata de un consejo de los que más saben. Quien visite este clásico porteño, con más de 4 décadas, sabe que tiene que probar estos famosos sándwiches. El de cantimpalo es el preferido y le sigue el de jamón y queso.
José Antonio Barros, un gallego con casi 80 años (muy bien llevados), es quien se encarga de que este bar conserve su espíritu y mística desde 1975. Todos los días llega al local antes de las seis y media de la mañana y varias tardes se queda hasta el cierre. Nació en un pequeño pueblo de Pontevedra, en Galicia, y aún conserva el acento. Su primer trabajo fue en una cantera en donde se encargaba de cargar piedras y a los 17 años emprendió rumbo hacia Argentina. En 1957 en Buenos Aires comenzó su relación con los «boliches». Primero arrancó en la pizzería «El palacio de la pizza», en la calle Corrientes, donde se encargaba de limpiar los moldes y después a los tres meses como se daba maña con la masa se convirtió en maestro pizzero. Desde entonces, no se alejó de la gastronomía. Luego con otros socios instaló una pizzería propia y en 1968 abrieron el bar «La Fe» sobre Av. Córdoba. Fue en 1975 cuando vio que el bar San Martín estaba en venta y junto a otro socio decidieron comprarlo. Desde entonces se encarga de que el templo de los «Camperos» se mantenga intacto al paso de los años: sin cambiar la mercadería ni la atención. «Mi preferido es el de cantimpalo (tipo de chorizo español), porque es el más gustoso y me hace acordar a mi país», admite Barros. Su hijo Guillermo, que comenzó a trabajar en el bar cuando tenía dieciocho años, también es fanático de ese sándwich.
En el salón alargado con sus tradicionales mesas de fórmica, sillas de madera estilo Thonet y ventiladores de techo, parece que el tiempo pasa más lento. Desde sus grandes ventanales se pueden observar a todos los transeúntes que van y vienen con sus respectivas obligaciones, y a un costado se encuentra la pequeña cocina a la vista con la gran estrella de la casa: la tostadora de sándwiches.
Eduardo Jaimez, al que todos le dicen cariñosamente «Santiago», ya que es de la provincia de Santiago del Estero, desde 1988 es el maestro sándwichero. Él se encarga de preparar cada uno de los sándwiches, controlar que la temperatura del tostador sea la correcta y que no se quemen (el tiempo de cocción varía entre los 5 a los 10 minutos). «El cliente puede elegir el pan que más le guste: pebete, miga (blanco o negro), francés o el del campero. Y nos dicen si lo prefieren tostado o sin tostar», cuenta Jaimez a LA NACIÓN, mientras coloca en la tostadora un campero completo (queso, jamón, tomate y huevo). Y sin dudarlo asegura que uno de los que más sale es el de cantimpalo y queso. «Es el más icónico. Todos vienen a buscarlo y cuando piden el grande muchos lo suelen compartir», agrega, quien suele comerse un campero todos los días.
Un médico acaba de ingresar y se ubica en su lugar preferido: la barra. Él viene todos los días, tanto a la mañana como a la tarde, por eso, el mozo sin siquiera consultarle le sirve un espresso con dos medialunas. A su lado, hay otro habitué que conoció el bar cuando era estudiante de Medicina y ahora lo suele frecuentar en sus ratos de descanso. «El campero de aceitunas es el que más me gusta. Trae jamón, queso, tomate y aceitunas. Siempre lo pido calentito. Venir al bar me despeja, me siento cómodo», expresa Eduardo, quien afirma que el local siempre está lleno de habitués con ambo blanco.
Hubo una época en la que por día salían más de 300 camperos. Actualmente el promedio ronda entre los 60 a 70 sándwiches. Hay mucha variedad en la carta (quince opciones) desde el clásico con jamón y queso, el de crudo y queso, milanesa, hasta uno con matambre casero, queso y tomate. «El de matambre también es muy solicitado. Lo hacemos con una receta de la casa que lleva queso, fetas de jamón crudo, ají molido, zanahoria rallada, morrón y huevo duro, entre otros condimentos», cuenta José, quien atentamente escucha las comandas que le cantan los mozos y cierra las mesas.
A través de los años el bar nunca tuvo modificaciones de estilo en su estética y decoración. De hecho, en el frente del local aún quedan rastros de una bomba que explotó en un auto en el 1976. «Todavía quedan marcas. La bomba no era para nosotros, iba dirigida al rector de la universidad que vivía en el edificio de arriba. Fue por la mañana, unas horas antes los Montoneros nos llamaron para avisarnos y evacuamos», recuerda José y señala el ventanal.
Abren a las 7 de la mañana hasta las 18.30 horas. En el horario del almuerzo (desde las 12 hasta las 15 horas) es cuando hay mayor cantidad de clientes. Marcelo Molina, «Chelo», para los conocidos, hace 26 años que trabaja de mozo en el bar y se sabe de memoria los gustos de sus clientes. «Vienen por el boca en boca. A los camperos algunos lo llaman «platillo volador» (por su gran tamaño) y también «tortuguita», cuenta y aconseja a los que vienen por primera vez probar el de jamón y queso y después encarar directamente el de cantimpalo. «Los clientes siempre remarcan que lo que más les gusta del sándwich es la cantidad de mercadería que lleva», agrega, quien en alguna que otra oportunidad en aquellas mesas atendió a Guillermo Francella, Horacio Guarany, Guillermo Andino, Florencia de la V y a Enzo Francescoli.
Los rayos del sol primaveral ya se están escondiendo, falta tan solo media hora para cerrar y José Antonio sigue atento a los pedidos. Entre aperitivos y sifón con soda salen los últimos sándwiches del día. No es una orden, es un consejo: «pida camperos», concluye Barros, entre risas.