Fuente: Clarín ~ Símbolo de Buenos Aires, lo fundó un español en 1928. En su interior se conservan hasta las baldosas rotas originales y una historia familiar de novela. Mirá el video.
“Esta es una empresa familiar. Y se mantuvo todo este tiempo con todo lo que eso significa”, empieza la charla Jorge Crespo, sentado en una mesita al fondo de El Gato Negro. Todo este tiempo es mucho tiempo: 90 años. El bar notable los está cumpliendo este mes, en una fecha imprecisa, borrada por los pliegues de la historia de una familia que fundó Victoriano López Robredo. Este español fue quien, en 1928, abrió en el mismo lugar donde esta hoy, con el mismo mobiliario y hasta los mismos pisos (ni siquiera se reemplazaron las baldosas rotas) un local de especias que se terminó convirtiendo en un símbolo de la avenida Corrientes.
Victoriano vivía en Madrid y su café preferido en esa ciudad se llamaba El Gato Negro. El hombre «trabajaba en una empresa inglesa y viajaba a Oriente en el Orient Express. Una vez, en el tren, hubo una cena dedicada a los gatos, y él se guardó el menú», recuerda Crespo. El amor por una argentina lo trajo a Buenos Aires y abrió un local de venta de comestibles que se llamaba La Martinica, donde hoy está la heladería Cadore, cuando Corrientes era angosta. Tiempo después, se mudó al enorme salón de Corrientes 1669. Y ese gato dibujado en el menú del Orient Express se transformó en el símbolo de su nuevo negocio.
El cuadro con el gato que colocó Victoriano sigue dominando el salón. La mampara del fondo estaba cuando llegó, y él hizo construir todos los muebles emulando su diseño, donde entonces y hoy se guardan los frascos con más de 200 productos nacionales e importados, entre especias, hierbas, condimentos, semillas, sales, tés y cafés, entre otros.
«Lucía, mi mamá, tuvo un hijo con Benigno, el hijo de Victoriano. Lo conocí a los 15 años al padre de Diego, mi hermano, que nació cuando yo tenía 17», empieza con el relato de la saga familiar, que se entrecruza con la de la empresa. Era 1966… y Benigno estaba casado con otra señora que no era Lucía, una situación muy «compleja» para la época.
Para ese entonces, Victoriano había «habilitado», como se decía en esa época, cederle parte de una empresa a tres empleados, y él no frecuentaba su negocio, que estaba venido a menos. Benigno, el hijo, tomó las riendas. «Era un tipo brillante», recuerda Jorge a este ingeniero industrial que a fines de la década del 60 hizo «la segunda fundación del Gato Negro». Decidió sacar todos los productos de almacén y concentrarse en las especias. Los empleados «habilitados» pensaron que estaba loco y le vendieron su parte gustosos.
Benigno se convirtió en un alquimista. Jorge, que se dedicó toda su vida a la maquinaria para la construcción, cuenta que los sábados iba a visitarlo y que el hombre le hacía probar las mezclas de especias que inventaba. «Me hizo probar cada cosa», recuerda. Detrás de las mezclas del «especiero», como lo llama, la fama del local fue creciendo: las fórmulas que calculó Benigno son las mismas que se siguen usando hoy.
Pero en 1978, mientras estaba de luna de miel con su tercera mujer en Suiza, Benigno murió. Y se desató el huracán. Su primera y su tercera esposas, y el único hijo que tuvo con la segunda, quedaron como herederos. Diego tenía 11 años y su hermano mayor, de 29, se hizo cargo de administrar su parte. «Fue un proceso duro. Y yo terminé aglutinando a la familia del Gato Negro. Primero, le compré la parte a Lucrecia, después a May Moore», nombra Crespo a las dos esposas legales de Benigno. Le cuesta hablar de su hermano: Diego, que estaba más en el mostrador y la relación con la gente, murió de un infarto en 2001, a metros de la mesa donde él ahora está contando la historia.
Y la historia lo lleva a la tercera fundación del Gato Negro. En marzo de 1998, cuando ya el supermercadismo estaba consolidado y nadie necesitaba venir al centro para comprar insumos para su alacena, se le ocurrió empezar a servir café. Compró 6 mesas, 18 sillas y una máquina en un remate. Le costó cambiar el concepto del local, pero al año siguiente, en 1999, ya lo habían reconocido como uno de los primeros bares notables de la Ciudad. Siempre pensando en cómo innovar, puso un restaurante en el primer piso, donde originariamente estuvo la oficina de Benigno, que finalmente terminó cerrando y luego fue sala de shows y, desde hace unos años, un segundo salón que amplió la capacidad del café. También fue uno de los visionarios en incorporar el té gourmet en el 2000, en el arranque del boom: hoy ofrecen 19 variedades nacionales y nueve de India, China y Africa.
Dice Crespo que más difícil que aguantar los embates de la economía y de las internas familiares fue superar la amenaza de desalojo de 2005. Recuerda que la misma mañana en que una nota de Clarín contaba que el dueño del edificio donde está el local iba a venderlo y por eso les rescindía el contrato, la vereda explotó de periodistas. Finalmente, el edificio se vendió con ellos adentro.
El 30 de octubre habrá un festejo por los 90 años, y la Legislatura porteña le entregará una placa por todo lo que significa El Gato Negro en la historia de Buenos Aires. Quizás eso que significa pueda resumirse en su olor, algo que se siente apenas se abre la puerta y que no existe en ninguna otra parte de la Ciudad.
«Sí, es cierto, hay un aroma al Gato Negro», admite Crespo. Y revela qué lo produce. «Compramos todas las especias enteras y las molemos acá, para garantizar la máxima calidad. Lo mismo que el café, que tostamos acá, y los blends de té, que también hacemos nosotros. Según lo que estemos moliendo y tostando cada día, se intensifica más el aroma en el local. Y cuando se abren los frascos, ese olor sale», explica, destapando uno de nuez moscada y acercándolo a la nariz de la cronista para mostrarle cómo este rinconcito de Corrientes es un lugar donde Buenos Aires se hace perfume.