Fuente: Clarín Gourmet by Graciela Baduel ~ Helado de api, tamal de llama, pastel de quinoa y cabrito confitado, sopa de maní. Sergio Latorre describe sus platos y habla pausado y tranquilo. Los más de 20 años pasados entre que dejó Buenos Aires para convertirse en jujeño por adopción se le notan en el tono descontracturado, exento de cualquier jactancia. “No porque te haga unos papines salteados voy a decir que es comida andina”, resume.
¿Qué es lo caracteriza entonces a la comida de Latorre, chef en Manantial del Silencio, uno de los hoteles más exclusivos de Purmamarca? Desde el restaurante ubicado al pie del Cerro de los Siete Colores, dice que lo suyo es rescatar los platos de toda la vida, con el producto que está disponible, y pasarlos por su propio tamiz cultural.
“Hago lo que me gusta, no pienso en un público, cocino para mí. Le doy otra onda, no estoy mejorando ni empeorando nada”, define. A principios de los 90, harto de la ciudad y después de trabajar en Las Cañitas, consiguió empleo en Cachipunco, a ocho horas de San Salvador. Aceptó, estuvo un par de años haciendo vida rural y empezó a cocinar en un restaurante frente a la estación de Jujuy.
Del bodegón a la comida de las casas
“Acá, en esa época había por un lado lo que Miguel Brascó llamaba ‘la comida marrón’, de bodegón, considerada como la más delicada; y por otro lado lo que hay en cualquier lugar tradicional: locro, empanadas, humita”, cuenta Latorre.
Pero apunta que en las casas se comía distinto: por ejemplo mote (un grano de maíz blanco, seco, de la variedad capia, que se hidrata y se cocina) o charqui de cordero. Esas y otras recetas le llegaron de las manos de su suegra, que las preparaba cuando visitaba a sus nietas.
“Mi mujer y su madre son de Abra Pampa (N. de la R: segunda urbe en importancia de la Puna, luego de La Quiaca) y a partir de ellas tuve un contacto más profundo con los productos y la cocina de las casas. Empecé a incorporar esos ingredientes de a poco y estudiándolos, porque me parecía que eran cosas que valían la pena pero no me gustaba como se las preparaba. Hoy soy menos sectario”, reconoce.
La dieta del NOA, explica, se basa en tres alimentos. “La gente se cría a maíz, papa y zapallo. La carne de llama aparece después; solo se la comía si no había vaca o si no había cordero. Ahora está de moda, pero a fines de los 90 la puse en la carta y la gente era reticente a pedirla”.
Hierbas y yuyos para la buena digestión
Con el tiempo fue descubriendo algunas de las reglas de esta cocina: no mezclar determinados alimentos con otros, comer a determinada hora para que no se enfríe la panza (entre las 12 y las 13, porque empíricamente saben que es cuando el fuego digestivo está más alto) y no desabrigarse por más que haga calor para garantizar una buena digestión… “Cosas que en las culturas urbanas tenemos olvidadas”.
En estado de experimentación permanente, la cocina de Latorre fue pasando por diferentes etapas. “En un momento me entusiasmó mucho trabajar con hierbas medicinales, que son también aromáticas. Hacía una cocina nutracéutica, que además de alimentar tenía algo de curativo, eso fue en mi época de ayurveda, porque lo que uno vive lo lleva a todos los ámbitos”.
Para Latorre es una veta muy divertida: usar la añagua, la tola, los cochayuyos, los yuyos que crecen cerca de las lagunas, que son muy interesantes y poco empleados. “Yo los incorporé condimentando, haciendo salsas o ayudando a la cocción de los granos».
Postres y helados con productos del NOA
«La ricarica es una hierba muy popular que se toma como infusión, pero en un postre con chocolate blanco queda una cosa extraña que sabe espectacular”. La muñamuña, que en las ferias locales ofrecen como «estimulante masculino», Latorre la utiliza en el caldo de cordero, para hacerlo más digestivo.
En otra etapa lo entusiamaba preparar helados con todos los productos locales: quinoa, mote, api. Este último brilla en la carta de postres del restaurante, junto a una creme brulee perfumada con hojas de coca.
“El helado de api, por ejemplo, te exige manejar técnicas y experimentar mucho; no es que te ponés a hacerlo y te sale de una. Es un alimento parecido a la mazamorra, para el desayuno. Tomarse un api caliente con un bollo de pan frito es algo memorable”, asegura.
En el menú que cambia todas las temporadas, hay platos que permanecen. En el pastel de cabrito y quinoa y zapallo se aprovecha todo el animal, hasta el hocico y las pezuñas, que se cocinan a muy baja temperatura, se condimentan y se deshilachan.
Entre los postres, el quesillo con dulce de cayote y nueces no puede faltar. “Es parte del imaginario de lo típico que se hace el turista, como el cuaresmillo, un durazno chiquito que madura en época de la Cuaresma”, explica.
Antes que mote, ramen
Ahora Latorre está probando con un lomo bajo de cordero con puré de mote, con 48 horas de cocción de la carne en una salsa con fondo de huesos de donde se extrae todo el sabor. Pero su plato preferido es el lomo de llama con papas salteadas. “Tenés todo Jujuy ahí adentro: papines como la oca, quinoa, llama, y hierbas en la salsa”.
¿Por qué estos platos no llegan a otras regiones del país? La hipótesis del chef es que en las grandes ciudades aparecen influencias de todas partes y se mira más para afuera que para adentro.
“En Buenos Aires la gente conoce más de cocina japonesa que de comida regional argentina. Saben más del ramen que del mote, que no está de moda”, afirma. Pero cree que con la proliferación del turismo interno las cosas van a empezar a cambiar.
Latorre admite que tal vez en la ciudad haya un prejuicio en cuanto a comer papa, zapallo o maíz en platos elaborados. “Pero es también es una cosa cultural, no comemos mote de chicos, puede llamarte la atención y gustarte pero no lo vas a tener en tu despensa -concluye- porque ni tu mamá ni tu abuela lo cocinaban”.