Fuente: La Nación ~ Cien años de historia es mucho. Héctor Adolfo Brignole lo sabe y no oculta su orgullo. Pero plantado al frente de una empresa familiar que puso en marcha su abuelo Juan Bautista cuando llegó a Buenos Aires desde Borzonasca, un pueblito de la provincia de Génova en el que hoy no viven más de 3.000 personas, piensa en cómo sostener el motor andando, más que en algún tipo de celebración.
La Pastelería El Progreso -ubicadas en Santa Fe 2820- es un clásico de Recoleta. Famosa por sus tortas, postres, masas y sandwiches de miga, de una calidad excepcional, tiene una clientela fiel y un equipo de trabajo que se mantiene igual hace muchos años.
Basta con entrar para toparse con una vitrina donde aparece lo más tentador de la oferta del lugar, abierto desde 1919: merengues de crema chantilly y dulce de leche, lemon pie, tiramisú, tortas con chocolate, frutos secos, budines de limón y de naranja y zanahoria con cobertura de almendras…
Desde 2011, además, el local funciona como bar. El ambiente suele ser agradable, con música a un volumen casi imperceptible y atención dedicada. Hay siempre orden y limpieza, buena luz para la lectura y los precios son razonables. La mayor parte de la clientela es gente adulta, señoras y señores del barrio que llegan para conversar un rato o leer los diarios o alguna revista.
La circulación de público es permanente, eso no ha mermado demasiado en los últimos años, ni siquiera con este contexto de crisis económica. «Mi padre falleció en 1989 y para él la única crisis que hubo fue la del 30. En esa época el negocio estaba fundido, con la bandera de remate. Tuvo que esconder las cosas para que no se las embargaran. Fue una crisis que duró diez años. Antes esto era un local que llegaba hasta el fondo, donde ahora elaboramos nuestros productos, un bar bastante grande, una especie de Confitería del Molino en versión más reducida. Pero con aquella crisis hubo que cerrar el bar y solo quedó la pastelería».
El vínculo con esa tradicional confitería porteña ubicada frente al Congreso Nacional que permanece cerrada desde 1997 (ese mismo año el conjunto arquitectónico donde funcionaba fue declarado Monumento Histórico Nacional) no es casual: el abuelo de Héctor fue maestro pastelero de ese negocio cuando funcionaba en Rivadavia y Rodríguez Peña, antes de instalarse en la esquina de Callao y Rivadavia, donde se hizo famoso.
Una de las especialidades de la Confitería del Molino era el Leguisamo, un postre que Carlos Gardel encargó especialmente para regalarle al legendario jockey. Tanto Las Violetas (otra cafetería y confitería notable ubicada en Medrano y Rivadavia) como El Progreso tienen su propia versión del postre. La receta de El Progreso respeta a rajatabla lo que prescribía la original, capa por capa: fondant, pionono, dulce de leche, hojaldre, crema imperial con castañas, disco imperial, crema imperial con castañas de nuevo y una vez más hojaldre (además, grana de almendras en la parte superior y chocolate alrededor)
Pero toda la pastelería del lugar es virtuosa, algo que a lo largo de su historia han sabido valorar clientes de renombre como Juan Manuel Fangio, Jorge Luis Borges, Santiago Cogorno, Fioravanti, Blackie, Rina Morán, Mario Clavel o Fanny Mandelbaum, que es vecina y compra en el lugar desde hace más de cincuenta años. Eclair de sabayón, chocolate o crema pastelera, tarta de puré de manzanas o tortas exquisitas como las Juana de Arco (bizcochuelo mixto, crema, chocolate, disco imperial, sabayón, marrons), Praliné (bizcochuelo vainilla, ducle de leche, disco imperial, crema chantilly, nueces) y Belén XXI (bizcochuelo de chocolate, crema París, disco imperial, dulce de leche y nueces) son algunas de las delicias que preparan.
Más allá de los cambios de hábitos alimentarios -con el azúcar transformada en un virtual enemigo-, lo que afecta hoy la circulación masiva de los riquísimos productos de una buena pastelería como El Progreso es la disparada de los costos: «Empezamos vendiendo las masas finas a dos dólares el kilo y hoy están a dieciséis», explica Brignole, que lleva detalladas estadísticas anuales de todo lo que factura anualmente el local.
«Hoy estamos trabajando un 50% que en nuestra mejor época, que fue entre el ’68 y el ’73, más o menos. En esos años algunos empleados de El Progreso pudieron comprarse su vivienda o terminarla con un crédito hipotecario. Después, nunca más un empleado nuestro pudo comprarse algo. Esa es la verdad», recuerda.
Los que visitan asiduamente El Progreso se encuentran con caras muy conocidas: de la decena de empleados del lugar, la mitad trabaja ahí hace más de veinte años. Brignole se ocupa de la producción de recetas y de la caja, donde también colaboran su mujer, sus hijos y sus sobrinos.
«Estamos acostumbrados a pelearla en momentos difíciles -asegura el empresario-. En 2001 sufrimos menos que otros la crisis, nos adaptamos a la realidad de ese momento. Yo no pude veranear o cambiar el auto, pero eso no fue ni es un problema. Seguimos trabajando y salimos adelante, después la economía se recuperó. Lo mismo en 2008. Superamos esas tormentas y nunca tuvimos deuda».
La reapertura del bar estuvo pensada originalmente para mejorar los ingresos del negocio en medio de un panorama diferente al de hace unos años: «Se consume menos pastelería que antes, hay menos fiestas de casamiento, y las chicas que cumplen quince años prefieren un viaje a Miami. Tampoco hay tantos bautismos, comuniones, ni reuniones familiares de fin de semana. Son cosas que fueron cambiando. Por eso decidimos hace siete años volver con el bar, que cerró por una crisis y abrió por otra».
Brignole está convencido de que la rebaja de precios para sumar clientela tiene límites: no se permite bajar la calidad de lo que produce como estrategia para abaratar costos. «Y eso que se gana más plata vendiendo más barato cosas de menor calidad -apunta-. Siempre el margen es más alto que el de casos como el nuestro, que preferimos servir un buen café aunque salga unos pesos más que en otro lugar. El que viene mucho a El Progreso sabe que la calidad de lo que consume se mantuvo inalterable en todos estos años».
Esa calidad es muy valorada: los fines de semana el lugar suele estar lleno, entre gente que viene a buscar sandwiches de miga, postres, facturas o palmeritas y los que eligen alguna de las coquetas mesas de mármol del local. Curiosamente, como si durara el envión de los sábados y domingos, el lunes suele ser el mejor día de la semana. «Con la reapertura del bar me insistió mucho mi hija -revela Héctor-. Y es cierto que fue una buena publicidad para nosotros».
La buena ubicación del local (en una zona con mucha circulación de gente durante casi todo el día) apuntala el negocio del bar: más allá de los habitués, ingresan muchas personas de paso por el lugar, atraídas por una vidriera cargada de tentaciones. James, un pastor evangélico de Texas que vive en Argentina desde el año pasado, es una de ellas. Su pedido es simple, clásico: un café con leche con tres robustas medialunas de manteca (las únicas que vende el lugar) que lo conquistó: «Es mi desayuno favorito, muy distinto al que solía tomar cuando vivía en Estados Unidos -explica-. Me parece un lugar elegante. Hay tranquilidad y discreción, que es algo no tan frecuente en los bares argentinos. Fue una suerte pasar por aquí y entrar».
Recién llegado de una prestigiosa competencia de pasteleros de todo el mundo llevada a cabo en Lyon, Francia, Brignole deja de lado las preocupaciones financieras para volver a lo que más le gusta: el dominio de los secretos de una buena pastelería. «Una vez, Dolli Yrigoyen, una gran chef argentina, dijo algo que comparto: ‘Todo muy lindo con la pastelería moderna, pero hacés un buen hojaldre, una buena crema pastelera y un buen bizcochuelo y no hay con que darle'».
En ese plan de cocina tradicional, El Progreso tiene su propia estrella, el florentino, un producto de los más caros de su repertorio pero que Brignole elige como un clásico del lugar: es a base de chocolate, y lleva fruta y almendras repeladas: «un manjar».
María, una psicóloga ya jubilada que es asidua en el lugar desde los 70, confirma la elección del dueño: «Es delicioso, cuando vengo con alguien le insisto para que lo pruebe», subraya esta señora amable y atildada que valora especialmente el ambiente de El Progreso. «Es un clima muy tranquilo, la gente conversa en voz baja, la música suena suave. Es agradable sentarse a tomar un café acá». Según María, que es vecina de la pastelería y llegó al lugar gracias a la recomendación de sus suegros, el florentino de El Progreso «es único, aunque la sfogliatella no se quedaba atrás: toda mi familia era fanática».
Sin embargo, no es lo que pide mayoritariamente la gente que se arrima al local, más orientada a productos clásicos: «En la última fiesta de fin de año me quedé sin pan dulce -cuenta Héctor-. No me tenía tanta confianza por la crisis y el 31 a las dos de la tarde no tenía ni uno. No suelo equivocarme en los cálculos, pero hoy todo es muy inestable. Y hay menos exigencias: cuando yo era joven, la gente te pedía cada masa fina por su nombre. Ahora esa sofisticación se perdió. Hay que reeducar el gusto de los clientes».