Fuente: La Nación – Abierto en 1860, El Imparcial se mantiene como un icono de la gastronomía porteña. Un ejemplo de estoicismo frente a las crisis que azotaron al país y un hogar para historias de superación: su actual dueño, Jorge Dutra, empezó como bachero del mismo restaurante.
Jorge Dutra camina de una punta a la otra del salón adornado con mayólicas de Benvenuto, pasa por la caja y bromea algo con un mozo al pasar. Antes de atravesar la puerta vaivén de la cocina, se da vuelta una vez más e inspecciona el ritmo cansino de un mediodía tranquilo en Buenos Aires. Jorge podría caminar con los ojos cerrados a través de las mesas de El Imparcial. Conoce cada rincón de memoria, como si fuera su casa. “De hecho, es mi segunda casa literal”, reconoce, orgulloso. Llegó acá en 1993 desde Misiones, cuando tenía apenas 16 años, en búsqueda de un sueño dorado: trabajar y progresar. Diez años después se convertiría en uno de los dueños de este mítico bodegón porteño con acento español, considerado el restaurante más antiguo de la ciudad.
“El primer local estuvo sobre la calle Victoria, al lado del Cabildo”, rememora Jorge, acerca de los inicios de El Imparcial. La fecha: 1860. Buenos Aires comenzaba a mostrar ínfulas de metrópoli cuando esta “casa de comidas” abría sus puertas. Don Severino García fue el iniciador de esta historia. Había llegado desde España, en una de las primeras oleadas inmigratorias. Con el mismo ímpetu emprendedor que Jorge demostraría 133 años después, Don Severino montó el local en un solar que rápidamente se convirtió en un foco de atracción para los porteños.
Luego, El imparcial se mudaría a otro local sobre Bernardo de Irigoyen, hasta que el proyecto para ensanchar la Av. 9 de Julio forzó otra mudanza, en Victoria (hoy Hipólito Yrigoyen) y Salta, su ubicación definitiva. “En este local está terminantemente prohibido la discusión de política, religión y las polémicas de mesa a mesa”, reza un cartel blanco con letras negras, decorado con el escudo insignia de El Imparcial. “Don Severino no quería que se pelearan en el local”, explica Jorge. “En la época más tensa entre franquistas y republicanos, en la Avenida de Mayo solían trenzarse a piñas. Acá, en cambio, eso estaba prohibido”, revela.
“En ese momento, era una fonda chiquita que formaba parte del Gran Hotel Victoria”, cuenta Jorge. En 1969, el edificio que los albergaba cedió y se produjo un derrumbe en el que perdieron todo. Sin embargo, encabezados por Joaquín Barreiro González, suegro de uno de los actuales directores, reconstruyeron el restaurante en la planta baja y el primer piso, dejando los cimientos para edificar ocho pisos, que finalmente nunca se hicieron.
La Avenida de Mayo era un boom y Buenos Aires literalmente no dormía. Los mozos solían contar -generación tras generación- que a las tres de la madrugada seguía entrando gente. El movimiento era constante: salían de un lugar y entraban en otro, tomaban jerez y comían callos a la madrileña, escuchando a El Chato de Manzanilla. Desayunaban jamón serrano o tapeo. Luego de un breve descanso, a las 11 de la mañana ya había cola en la puerta.
“La fonda original tenía entre 70 y 80 cubiertos, pero cuando se reconstruyó, se hizo un salón para 280 cubiertos en la planta baja y 250 en el primer piso. Había dos cocinas, una en el subsuelo y otra, arriba”, cuenta Jorge.
Consagración y (casi) caída
En los años 80, en la “época dorada” de El Imparcial, se había conformado una suerte de cofradía a su alrededor. Un verdadero ecosistema de negocios, amistad y familia. Llegó a tener 150 empleados; muchos de ellos se convertían incluso en socios. “Era una costumbre del restaurante”, explica su actual dueño. “Veían que los mozos cuidaban el salón; los cocineros, la cocina; los cajeros, la caja; y hasta el contador tenía acciones. En un momento había entre 60 y 70 socios, juntaban plata y compraban otro negocio, emprendieron hasta con los albergues transitorios, los primeros que hubo en Buenos Aires”, revela.
En 1989, con la hiperinflación, se produjo el primer sacudón fuerte que dejó al descubierto una estructura paquidérmica en plena crisis. El primer piso cerró para nunca más abrir y reconvertirse en un salón destinado a eventos. Así y todo, en 1993, cuando Jorge llegó desde Misiones, se encontró con una mística todavía en pie, resistiendo el paso del tiempo, las crisis y los vaivenes del país.
De Misiones al parnaso porteño
“En mi provincia estaba todo mal, no había trabajo, así que tomé la decisión de venirme”, cuenta. Con 16 años cumplidos, Jorge dejó su pueblo natal, San José, para arrancar como bachero en El Imparcial. Había conseguido el trabajo a través de uno de sus hermanos, quien tenía contacto con Federico Pardi, gerente y yerno de uno de los cinco dueños de entonces. “El desarraigo fue muy difícil, fueron años muy duros”, dice.
Jorge hizo escuela en este restaurante. Empezó como lavaplatos, pero a las dos de la mañana se quedaba para hacer limpieza y hacía doble turno. Por un lado, no quería pensar demasiado porque extrañaba y además vivía en una pensión y no tenía ni siquiera televisión. “Los gallegos me ayudaron un montón, porque ellos también habían llegado sin un mango como yo. Me decían todo el tiempo que cuidara la plata”, revela.
Rápidamente, su trabajo rindió frutos. A los 21 años pudo comprarse un departamento, gracias a una prepotencia trabajadora incansable y una dedicación casi exclusiva al ahorro. Todos rasgos que lo fueron elevando en la consideración de quienes dirigían El Imparcial. De bachero pasó a ser ayudante de cocina, incluso cocinero: todavía hoy recuerda entre risas cuando cocinó en vivo una paella para el canal de cable Utilísima. Luego fue maitre, cajero y mozo. “En ese momento, junto a un compañero, le metíamos mucha garra porque con la propina nos alcanzaba para vivir, mientras ahorrábamos el sueldo”, cuenta. Ya tenía en mente su siguiente sueño: comprar acciones de El Imparcial. “Hasta que me agarró el corralito”, frena.
Pero Jorge estaba determinado a que nada lo detendría. Ni siquiera la mayor crisis financiera de la historia del país. Comenzó entonces una batalla para poder recuperar sus ahorros. Y cuando tuvo la oportunidad de sacarlos del banco, cargó el dinero y fue directamente a buscar a uno de los socios que tenía intenciones de vender: “No me alcanzaba, pero le ofrecí un plan de pagos. El Imparcial tenía 33 mil acciones antiguas, así que me quedé con un poquito más del 30% y me asocié con Armando Amoedo para llevar adelante el negocio”.
Con el tiempo, Jorge se convertiría en el socio mayoritario de la firma, con el 58% de las acciones que fue comprando de a poco, dice, por la desconfianza que reinaba entre otros accionistas -que se desprendían de sus títulos- sobre su capacidad de mantener a flote semejante buque gastronómico. “Yo me tenía fe para sacarlo adelante; aunque nadie me recomendaba que hiciera esto, yo sabía que sus empleados no querían irse, ni hacer quilombo, querían quedarse y trabajar”, enfatiza.
“Llevo a la bandera argentina en el pecho. Yo sé lo que es el desarraigo, cuando escucho a los jóvenes que quieren irse les digo que no es fácil irse a otro lugar para empezar de nuevo. Yo creo en el país, creo en la Argentina. De hecho, justo antes de la pandemia, compramos El Globo -un bar histórico ubicado en frente de El Imparcial- para levantarlo y recuperarlo”, dice.
Resiliencia
El Imparcial es hoy una de las sociedades anónimas más antiguas del país. Según sus propios registros, está activa desde 1869. Contra viento y marea, sigue en pie. Nunca cerró. Nunca se fundió. “Tenemos clientes que vienen desde hace 50, 40 o 30 años, gente que hizo sus casamientos en el salón, que vuelven una y otra vez y te cuentan sus historias, es hermoso. Es una clientela de fierro”, celebra Jorge.
Por este salón siguen desfilando paellas a la valenciana, bacalaos a la gallega, caracoles y ranas, cazuelas de maricos, mejillones a la provenzal, fabadas asturianas y callos a la madrileña; también jamones especiales -crudos y cocidos-, moluscos, sopas de ajo y pavesa, además de las clásicas natillas o un arroz con leche servido en copa. Javier, un mozo que hace 30 años trabaja en este lugar, exactamente el mismo tiempo que Jorge, no duda en considerar a este bodegón como parte de su propia familia. “Estamos aquí para servir”, dice, con una ancha sonrisa en el rostro.