Fuente: La Nación ~ Lo llaman Alerce abuelo: es un árbol de 60 metros de altura de 2600 años de vida, ubicado en el Parque Nacional Los Alerces. “Amo la naturaleza. En un momento, después de viajar y pasar varias temporadas lejos de mi casa natal, entendí que uno puede elegir dónde vivir. Y estar ahí nomás del Parque Nacional Los Alerces era un sueño”, cuenta la cocinera Paula Chiaradia, propietaria de Fonda Sur Bistró y Almacén, en Trevelin, pequeño pueblo galés a 25 kilómetros de Esquel. Nacida en Bahía Blanca, Paula viene de una familia de origen calabrés. “Mi primera vocación fue veterinaria, a los 17 años me fui a estudiar a La Plata. Pero mi mamá acababa de fallecer y no pude estar lejos, volví a casa. Trabajé con mi hermano en un bar en Monte Hermoso, mientras estudiaba Biología. Recién a los veintipico entendí que quería dedicarme a la gastronomía”, cuenta esta referente de una cocina patagónica elaborada con conciencia, autenticidad y pasión por el producto local.
–¿Qué significaron los viajes en tu vida como cocinera?
–Fue mi gran escuela. Quería conocer otros lugares, cocinas y productos. Estuve por varios lados en la Patagonia, luego fui a España e hice un stage en elBulli, donde aprendí mucho más que cocina, sobre una forma de trabajar, una exigencia. Al volver fui a Purmamarca, en Jujuy, que también me influyó mucho.
«Trevelin es mucho más que una idea de trabajo, es una elección de vida. Es un lugar supertranquilo, la antítesis de Buenos Aires.»
Paula Chiaradia
–¿Y por qué elegiste Trevelin?
–En un momento volví a Bahía Blanca con la idea de quedarme un poco quieta, pero entendí que ese no era el lugar donde desarrollar mi gastronomía. Trevelin es mucho más que una idea de trabajo, es una elección de vida. Es un lugar supertranquilo, la antítesis de una ciudad como Buenos Aires. No sé si Trevelin será siempre mi lugar en el mundo, pero sí lo es ahora.
–¿Qué es Fonda Sur?
–Fonda Sur nació en 2012 como un almacén, con apenas una mesa de ocho personas para comer dentro. La casa es preciosa y antigua, tiene unos 100 años. Con el tiempo, el almacén se fue achicando y ganando el bistró. No tengo carta, sino una pizarra con platos que a veces duran una semana, a veces un par de días, según lo que me trajeron los proveedores, lo que nos da la huerta o lo que recolectamos de manera silvestre.
–¿Fue muy difícil sobrevivir el 2020?
–Acá somos todos un poco ermitaños, así que el aislamiento lo hicimos casi naturalmente. En agosto nos permitieron abrir, pero el problema es que no había clientes. Nuestros comensales son turistas que vienen en verano o gente de Esquel en una escapada. Económicamente acá fue y es muy difícil. Creo que la etapa de restaurante está de a poco llegando a una saturación, hoy estoy pensando cómo continuar aprovechando el camino recorrido. Me gusta mucho la producción, así que imagino algo por ese lado. Especialmente con el tema de los hongos.
–¿Son los hongos tu producto patagónico favorito?
–Sí. Estoy trabajando con unas biólogas de Esquel, hacemos degustaciones de variedades más allá del pino o la morilla. Disfruto recolectarlos, ahí hay algo que es muy mío, donde se mezcla la biología y la cocina. Y eso me apasiona.