La historia detrás del éxito de una cadena de restaurantes en espacios icónicos
Fuente: La Nación – Desde 2005, el local ubicado en el Museo de Arte Decorativo, marcó un antes y después en la gastronomía porteña. Hoy, con diez sucursales en su haber, su filosofía de unir arquitectura, historia y buena comida sigue siendo su sello distintivo.
Todos los días, Pablo Campos pasaba caminando por la esquina de Libertador y Pereyra Lucena, y miraba con atención el bello edificio que alberga el Museo de Arte Decorativo. Su ojo entrenado lo llevaba a poner la atención en algo en particular: el escaso movimiento entre mesas de plástico rotas y el abandono generalizado del restaurante que habitaba su patio. No podía evitar la visualización de un “enorme potencial”, sobre todo, porque recién estaba estrenando su rol de empresario gastronómico con la apertura del primer Croque Madame, sobre la Avenida Callao, luego de trabajar casi dos décadas en McDonald ‘s.
Entonces, Pablo recordó que una amiga de su esposa formaba parte de la Asociación de Amigos de ese museo. “Si un día se van los que están, avisame”, le dijo. La respuesta, sin embargo, lo desmoralizó: “Están hace 20 años, no creo que se vayan”. Enseguida descartó la idea. Luego, sucedió la magia de la casualidad. Esa misma noche, recibió un llamado que cambiaría para siempre su vida: “Vos sos brujo, me llamaron los Galíndez -los concesionarios de ese momento- para avisarme que se van”. Así nacía la icónica sede de Croque Madame del Museo de Arte Decorativo, que marcaría un antes y después en materia de intervenciones gastronómicas en edificios históricos de la Ciudad de Buenos Aires.
“Fue increíble, todo eso pasó el mismo día”, cuenta hoy Pablo, sentado en una de las mesitas de la última sucursal inaugurada de Croque, ubicada en el Colegio de Escribanos, donde puede verse un inmenso mural de Raúl Soldi, justo enfrente donde esta historia comenzó allá por 2005. En ese año clave, Pablo se asoció con Mercedes Nougues para abrir el primer local de lo que poco tiempo después se convirtió en un clásico porteño y una marca insignia. “Me acuerdo de que invitamos a toda la asociación a comer al Croque de Callao, y muchos ya lo conocían. Por suerte, les gustó la propuesta y me abrieron las puertas del Museo”, recuerda.
La decisión de avanzar en el Museo de Arte Decorativo tenía, en realidad, un contratiempo evidente: “¡No teníamos un mango! Nos habíamos gastado toda la plata”. Lejos de amilanarse, Pablo supo que era una oportunidad que no debía dejar pasar y que el local debía ser “bellísimo”. Salieron a buscar préstamos “por todos lados”, con la convicción de que estaban frente a un punto de quiebre. “Y fue impresionante, apenas abrimos, nos sobrepasó la demanda, nunca pensamos que iba a ir tanta gente”, dice. En esa época, no había forma de saber cuál era la expectativa y tampoco existían tantos canales de difusión. Pablo cree que la misma gente del barrio comprendió de entrada que allí había un “lugar lindo y desaprovechado” y que “estaba todo disponible para convertirlo en un sitio lindo”. “Algo bien hicimos porque hace 18 años que estamos ahí”, celebra.
Pablo habla despacio, mientras fuma un cigarrillo electrónico. Transmite la calma de un empresario que ha sabido encarnar una idea, un producto identificable, la tan mentada identidad. Dice que no le interesan las modas porque son, justamente, “cosas que pasan de moda”. “Los clásicos son los que perduran, por eso yo no quiero ser moda, quiero construir un clásico”, resume. Esa fórmula fue la base del primer Croque: “Comer bien, que te atiendan bien y que el precio sea justo, no somos un restaurante caro, pero tenemos buena materia prima. Nacimos con ese concepto y así se mantiene”.
Una carrera corporativa
¿De dónde surge este concepto de unir arquitectura, historia y gastronomía? Lejos de lo que podría pensarse, Pablo no es fanático del arte, ni un especialista en estas cuestiones. Su intuición lo llevó a ocupar este espacio. Y desde allí construyó un producto claramente identificable, que se convirtió en un imán. “Mucha gente piensa que soy fanático del arte, pero en realidad sólo me gustan los edificios y la arquitectura”, explica.
Su relación con el mundo de la gastronomía tuvo, en realidad, un origen vinculado al desembarco de un gigante multinacional durante la década del 80. Cuando Pablo tenía 22 años entró a trabajar a McDonald ‘s, antes de que abrieran su primer local en el país. “Ni sabía qué era McDonald ‘s”, ríe. La empresa había contratado a un grupo de jóvenes para entrenarlos. Entonces, decidió dejar la carrera de administración de empresas para enfocarse en su nuevo empleo, que le demandaba viajes constantes a Brasil y Estados Unidos.
“El entrenamiento fue durísimo, teníamos que hacer todo lo que se hacía en el local: las papas fritas, las hamburguesas y limpiar. A full. Ellos querían que incorporáramos los valores de la marca”, recuerda. “Así fue como abrimos el primer local de la Argentina, en Cabildo y Mendoza, que sigue estando”, agrega. A partir de allí, Pablo fue creciendo en la empresa: fue gerente del local, supervisor, gerente de operaciones hasta que se convirtió en Director de Desarrollo y tuvo a cargo la implementación del McCafé. “Me metí en el mundo de la cafetería y la pastelería, recorrí todo Europa investigando. No estaba entonces la movida del café, pero me fascinó”, indica.
La aventura emprendedora
Esta función en la compañía le abrió todo un nuevo mundo. Sin embargo, estaba un poco cansado de los viajes constantes que le demandaba su rol en McDonald ‘s. “Quería quedarme en Buenos Aires, este es mi lugar, me gusta vivir acá y no quiero que nadie me diga dónde tengo que vivir”, enfatiza. El final de su ciclo como integrante de la multinacional estaba al caer. Sólo faltaba el impulso. “Cuando estaba armando el McCafé, durante la búsqueda de proveedores, me encontré con unos alfajores que vendían en una estación de servicio, se llamaban Martín De Ridder. Llamé a la fábrica y me reuní con las dos dueñas, una de ellas era Mercedes. Pegamos muy buena onda y terminaron siendo proveedoras durante dos años, aunque también había una cosa de ‘hagamos algo juntos’ por fuera de la empresa”, revela.
Estaba todo listo para pegar el salto. Cuando Pablo decidió renunciar, luego de 18 años como empleado, ya tenía en mente abrir una cafetería propia. Lo primero que hizo fue llamar a Mercedes. Y ella no reculó. “Hagámoslo”, le dijo. “En realidad, estábamos conectados con Pablo desde mucho antes, sin saberlo”, revela Mercedes. “Resulta que luego nos dimos cuenta de que habíamos trabajado juntos en el Banco Galicia, entre 1982 y 1984″, agrega.
Empezaron a buscar local hasta que encontraron sobre la avenida Callao. Les gustó la zona para arrancar. La idea era simple: cafetería, pastelería, sándwiches y ensaladas. El nombre no estuvo hasta casi el último momento. No les convencía ninguna de las opciones. En un viaje a Ilhabela, la historia encontraría su rumbo. “Estaba en un hotel muy lindo -cuenta Mercedes- y a la mañana del primer desayuno me sirvieron una tostada con un agujero en el medio, donde había un huevo… entonces dije ‘si le agrego jamón y queso, es un croque madame’”, reconstruye. Mercedes regresó de Brasil y lo encaró a Pablo: “Tengo el nombre y el producto”. Pero en el fondo, estaba insegura o -mejor dicho- prácticamente segura de que a su socio no le iba a gustar. “Y resulta que fue al contrario, ¡le encantó!”, dice. Luego, ojeando un libro en la casa de su hermano arquitecto (y fanático del art decó), se topó con una figura femenina muy delicada, que fumaba con una boquilla. “De ahí nació el logo, le cambiamos la boquilla por una taza de café y desde entonces es nuestro logo, que tanto adoramos y nos representa”, añade Mercedes, quien está todavía hoy a cargo de la pastelería de Croque Madame.
El salto
El Croque Madame del Museo de Arte Decorativo fue un quiebre: “Nos hizo muy conocidos en el mundillo gastronómico porque el otro local era más de barrio”. Pero hasta ese momento, Pablo no veía el potencial de tener una propuesta gastronómica en un lugar histórico, sino que pensaba solamente en tener un restaurante lindo y bien atendido. “La ficha me cayó cuando empezaron a llamarnos de muchos lugares para replicar la propuesta y entonces dije ‘es por acá’”, relata.
Desde el gobierno de la Ciudad lo tantearon para implementar su idea en todos los museos públicos porteños, incluso le acercaron varias propuestas, pero el que más les gustó fue el Museo Larreta, ubicado en Belgrano. “Lo que nos sirve a nosotros es que tenga una entrada independiente para que no entre al restaurante sólo la gente que entra al museo. Ahí abrimos en el 2011″, dice.
Claro que en el camino hubo traspiés. Una pequeña sucursal en la librería Eterna Cadencia, otra en el hotel Casa Sur, que no prosperaron. Hasta que llegó la propuesta del Museo Fortabat, en Puerto Madero, y otra del Círculo Italiano, sobre Juncal, donde estuvieron durante cinco años. “Luego nos propusieron abrir en el Palacio Paz, el más grande de la Argentina, 13 mil m2. Es un lugar bellísimo. Hoy tenemos 10 locales, incluyendo un castillo en Córdoba. La línea está bien definida: casas históricas lindas, preferentemente con salón de eventos. Este es el rumbo. Quiero que la gente entre y diga ‘qué lindo lugar’”, explica Pablo.
Para lograr esa síntesis, la prueba y el error fueron claves. “En el camino, fuimos cambiando, sobre todo entendí que el lugar tiene que identificarme porque cada restaurante es como un hijo”, cuenta. Por eso, cada vez que Pablo entra a los potenciales lugares donde podría montar un Croque Madame, le presta mucha atención a lo que siente: “Tengo que sentir algo, saber si me gustaría tomarme un café ahí”.
Franquicias
El hecho de haber logrado una identidad definida, le permitió a la empresa expandir el negocio sobre la base de las franquicias. Previamente, el modelo de gerenciamiento propio había llegado a un límite: “A veces, en el imaginario, hay gente que piensa que poner un restaurante es algo fácil, que después te podés dedicar a disfrutar de la vida y viajar… no es así. Hay que estar”.
Pablo aprovechó su expertise en Mc Donald ‘s para armar el esquema de franquiciado y decidió quedarse con la administración de sólo dos sedes: la del Museo de Arte Decorativo y el Museo Larreta, justamente las dos que le permitieron darle fuerza a esta idea. “Hoy por hoy, sólo crecemos con franquicias”, advierte. En ese plan, hace unos pocos meses decidieron abrir la sucursal en el Colegio de Escribanos.
Sin perder la humildad, Pablo reconoce que fueron “bastante pioneros” con este tipo de propuestas. Y cuenta, orgulloso, que el Museo de Arte Decorativo triplicó sus visitas gracias a la presencia de Croque Madame. “Creo que se armó algo muy lindo”, indica.
Pablo camina lentamente contemplando la obra de Soldi. Sabe que esto no es fruto de la casualidad, sino de una decisión basada en la certidumbre del camino elegido. Sin embargo, despeja cualquier duda sobre su condición de emprendedor que porta una verdad revelada. “Yo no tengo ningún plan”, aclara. “Si surge algo lindo y me cierran los números, lo hago; si no, no crezco, no me importa”, dice, casi a contramano del imperativo de indica que sólo sobreviven quienes apuestan al crecimiento infinito. “Ya lo hice y me arrepentí”, insiste.