Fuente: La Nación ~ Pleno barrio de Palermo, sobre la calle Honduras, la principal arteria que da vida al polo gastronómico más grande y joven de la ciudad. Allí, casi en la esquina con Uriarte, abrió hace pocos días la nueva sucursal de la cadena de hamburgueserías Deniro, cuya barra despacha pedidos al por mayor. Hasta aquí, este lugar sería tan sólo una hamburguesería exitosa, compitiendo entre las tantas que habitan la zona. Pero hay una diferencia: mientras que en la enorme mayoría de restaurantes del barrio trabajan en exclusiva jóvenes veinteañeros vistiendo pantalones chupines y tatuajes en los brazos, en este local de Deniro todos tienen al menos 40 años de edad. Allí está Griselda, con 44; más allá, Daniel y Claudio (53 y 55 respectivamente). María ya cumplió los 55, Gino apunta 56 y con 47 años Yamilis hace gala de su juventud. Sentado en la caja está Daniel Maga, gerente de la sucursal: «Soy el dinosaurio de este grupo de viejitos, tengo 68 años», cuenta y ríe con risa franca y abierta.
«Hay muchos locales de Deniro, pero este es el segundo propio, el resto son franquicias. Y la apertura, en este barrio que funciona como vidriera, nos pareció la mejor oportunidad para poner este tema sobre la mesa: a los mozos y cocineros más grandes les resulta casi imposible conseguir trabajo», afirma Nicolás Sánchez, uno de los socios de Deniro.
Por eso, cuando comenzaron el proyecto, iniciaron una búsqueda de personal -en foros de Internet y redes sociales propias- cuya gran condición era que solo podían presentarse personas mayores a 40 años. «Recibimos más de 1000 currículums. Fue impresionante. Y encontramos gente con muchas ganas de trabajar, que se lo toma en serio, que cumple, que reconoce la importancia de lo que está haciendo y que se identifica muy rápido con la marca. Muchas veces los jóvenes llegan ya pensando en dónde van a trabajar luego, no esperan hacer carrera. Nosotros los entendemos: yo tengo 38 años, mi socio Esteban 39, los dos somos gastronómicos y sabemos cómo es el mercado. En muchos lugares hay una idea de sometimiento, de negreo y de malas condiciones para el empleado. Así nadie dura nada. Nosotros buscamos lo contrario: organizamos jornadas de trabajo que nunca sobrepasan las 8 horas, pagamos arriba del promedio, queremos que nuestros empleados estén contentos con su trabajo. Y ni siquiera es algo altruista: un camarero contento logra que nosotros vendamos más hamburguesas. Es así de lineal y es algo nos sirve a todos».
Para todo público
Muchas veces pareciera que los restaurantes eligen camareros con una lógica de espejo o identificación, pensando en realidad en qué cliente desearían ellos tener. Como si la premisa fuese: para conseguir comensales jóvenes y cancheros debo tener mozos y mozas jóvenes y cancheros. Pero lo cierto es que esto no es más que una postal estereotipada y prejuiciosa, no sólo sobre el empleado, sino también sobre el cliente.
Cuando Narda Lepes inauguró Narda Comedor fue pionera en una búsqueda de personal variado y distinto a la media. «Queremos variedad -explica-. Yo no asumo que mis clientes son todos jóvenes, bonitos y modernos. Esa es la foto que muchos buscan poner en sus redes, y por eso van y eligen una mesa donde está sentado un grupo exclusivo de mujeres de 30 años. Pero esto es gastronomía, no un es desfile. Acá viene mucha gente distinta. Vienen niños, hombres de todas las edades, mujeres grandes y jóvenes. Lo que buscamos es que todos encuentren un lugar donde se sientan bienvenidos, donde estén cómodos. Esa diversidad se representa en todos lados. La vida es así».
Por esto, en Narda Comedor trabajan hoy camareros de apenas veinte años junto a señoras de más de 55, conviviendo y enseñándose mutuamente. «Lo más espectacular es ver cómo todos se transformaron en el tiempo. Al principio, hubo algunos temas. Una de las mujeres que contratamos, por ejemplo, no quería dejar de salir a fumar, y la verdad es que no podés tener un camarero con olor a pucho. De las camareras más grandes, ella es la única que dejó de trabajar. El resto sigue y fue aprendiendo muchísimo. Al principio algunas no sabían abrir un vino o les costaba el ritmo que quería imponer la cocina, pero luego todo se va acomodando. Es un aprendizaje que va para todos lados. Una mina de 60 de años sabe mucho de la vida, dice las cosas de otra manera que alguien de 20. Cuando ves a todo el personal comiendo y compartiendo la mesa, las conversaciones que se generan son fantásticas. Es puro crecimiento».
En la gastronomía de moda suele jugarse una idea a la que no le falta cierta hipocresía. De un lado, se escucha mucho la queja que ya los mozos no son como los de antes; que no recuerdan los pedidos, que responden con desdén, que les falta compromiso; del otro lado, cada vez más lugares contratan camareros jóvenes que en realidad no están deseando ser gastronómicos, sino que lo hacen tan sólo como un trabajo temporario para ganar dinero para las salidas o pagar sus estudios. Esto no fue siempre así; y de hecho sigue sin ser así, en particular en muchos de los más tradicionales restaurantes de la ciudad.
«Acá es al revés; lo difícil es cuando aparece un mozo nuevo y joven, porque los clientes quieren que los siga atendiendo el de siempre», afirma Jorge Dutra, encargado de El Globo y de El Imparcial, dos lugares emblemáticos porteños, ambos con más de un siglo de historia. «En El Imparcial ya jubilé empleados con 40 años de servicio. Para muchos de ellos este fue su único trabajo en toda la vida. La mayoría vinimos de provincia, sin estudios, buscando un lugar donde crecer. Me acuerdo de Juan Farías, 44 años estuvo en El Imparcial: empezó como lavaplatos, luego pasó por la bacha, la cocina, el mostrador, fue comis y recién ahí arrancó como mozo. Así nos enseñaron a trabajar los gallegos, y así seguimos haciéndolo», dice.
Los mozos de estos dos restaurantes emblemáticos responden perfectamente a la imagen que uno espera de ellos: no escriben los pedidos sino que los recuerdan, conocen cada uno de los platos de los kilométricos menúes, saludan a los clientes habitués por nombre de pila, saben cuándo son bienvenidos para charlar en la mesa, así como cuándo deben mantenerse al margen. «Pedro, el jefe de cocina de la mañana, va a cumplir 66 años y está acá hace 45. Su hijo trabaja con nosotros hace 15 años y maneja la cocina de la noche. En el salón lo tenemos a Pedro (con 30 años se servicio) y a su hermano (que entró hace 26 años). En El Globo, Coronel lleva 43 años trabajando, Varga 39. Y yo mismo empecé hace 26 años. Me acuerdo que hace unos cuantos años, yo ya era encargado, pero igual salía al salón para ganar más dinero, y Cacho me tenía que presentar a las mesas, así me permitían que los atienda. ‘Hoy lo va atender Jorgito’, decía. Acá los clientes quieren mantener a su mozo, al que conocen».
No se trata de una competencia de edades o habilidades, sino de lo que cada uno puede aportar. «No creo que haya más o menos compromiso de un lado que del otro -afirma Narda-. Hoy está difícil para todos. La desocupación en los jóvenes es altísima, también hay muchísimas mujeres grandes que no tienen trabajo, que el sistema las corrió y que no saben cómo volver a entrar. No quiero idealizar, sino buscar a quienes desean aprender un oficio, personas a las que les guste esto, que sean gastronómicos».
Mientras cobra un pedido de una hamburguesa junto a una rebosante pinta de cerveza artesanal, Daniel está feliz. «A mis 68 años, tener la oportunidad de aprender algo nuevo es una maravilla. Yo me jubilé hace tres años, pero eso no significa que deje de vivir. Al revés, te morís cuando ya no te dejan hacer nada. Acá lo que más me cuesta es la parte de sistemas, la carga de pedidos y stock, pero me lo están explicando. Y si lo que buscaban era experiencia en el trato con la gente, uf, eso tengo de sobra», dice. Y lo demuestra.