Fuente: La Nación – Tras varios días de lluvia el atardecer del miércoles da un breve respiro soleado. La vereda de Naranjo en Chacarita se llena rápidamente con amigos compartiendo vinos y platitos para picar. En una mesa están Sol, Maeve y Kate, de 22 y 23 años, disfrutando una botella de Kung Fu, el nuevo espumante pet nat elaborado por Matías Riccitelli, mientras comen una tapenade de higos secos con rúcula, almendras e higos frescos. “El plan es ir a tomar un rosado a las seis de la tarde en una vereda. Antes tal vez íbamos más cervecerías artesanales y si queríamos tomar un vino nos encontrábamos en una casa. Pero Naranjo nos encantó, el barrio es super tranquilo y el lugar es muy lindo”, explica Sol, dando cuenta de un fenómeno gastronómico que está en franco crecimiento: una nueva generación de bares de vino para una nueva generación de consumidores.
Naranjo es tal vez el caso paradigmático: un bar de vino difícil de encasillar, tanto que a simple vista no parece un bar de vino. Al menos, no según lo que dicta el prejuicio: puertas adentro, oscuros, íntimos. Lejos de esos requisitos, Naranjo es parte de una camada de bares, restaurantes e incluso cafeterías que aprovecharon lo poco bueno que trajo la pandemia para abrir calles y veredas recibiendo a consumidores con ganas de comer y beber rico.
“Somos es una sumatoria de muchas cosas. La cocina es el uno por ciento, los vinos son otro uno por ciento, lo mismo la música, el servicio… así hasta llegar al 100%”, dice Nahuel Carbajo, creador junto a Augusto Mayer (ambos se conocieron en Proper) de Naranjo. “Quisimos bajar el vino de ese protocolo que a veces parece tener. Lograr que muchos de los no iban nunca a un bar de vinos, tal vez porque sentían que les faltaba información o conocimiento, se animen a hacerlo. No es necesario saber para venir y disfrutar de una botella. Elegimos vinos según nuestro gusto personal. Intentamos conocer a los productores, entender lo que quieren hacer. Son vinos gastronómicos, que se beben fácil, que suelen tener buena acidez y menos alcohol. Y nos encontramos con la sorpresa de que muchos chicos de veintipico de años son a veces los más abiertos para probar cosas nuevas. Se entregan al disfrute. Yo crecí y trabajé en el mundo de la conceptualización del vino, de la importancia de cada etiqueta, del maridaje correcto. Como camarero veía el stress de algunos clientes a la hora de enfrentarse a una carta de vinos. La verdad es que hay que relajarse. Queremos tener consumidores lo más libres posible”, afirma. Y advierte: “Es nuestra manera de encarar esta búsqueda, nuestra curaduría, hay muchas más posibles que también están buenísimas. Hay espacio para todos”.
Desde hace ya largo tiempo que el vino entiende la necesidad de rejuvenecerse. Con el auge de las cervecerías artesanales, con los cócteles, vermús, sidras tiradas ganando protagonismo, la gran bebida nacional –la única en la que Argentina compite en los primeros puestos mundiales– debía dar su respuesta. Y si bien esa respuesta lleva años escribiéndose, parece haber encontrado ahora un cauce posible. Por un lado, la pandemia logró que el consumo de vinos en la Argentina sea el más alto de los últimos cinco años, revirtiendo una tendencia en baja. Por el otro, la necesidad de abrir veredas les permitió a los bares de vino mostrar una escena callejera cercana a los consumidores, discutiendo ese espacio simbólico con las cervecerías. Por último, y a tono con los nuevos wine bars y los nuevos consumidores, en los últimos años surgieron decenas de vinos distintos, con una heterogeneidad de estilos, regiones, técnicas de elaboración y perfiles como nunca antes hubo en el país. Siguen allí las grandes etiquetas nacionales, los Malbec de renombre y desarrollo en botella, pero surgen también varios productores apostando fuerte a los vinos llamados de baja intervención o naturales, con poco (o nada) de paso por barrica, utilizando levaduras autóctonas y minimizando (o evitando) el agregado de sulfitos como conservante.
Con varios años de vida, en la pandemia el bar de vinos Pain et Vin debió reinventarse. “Teníamos 99% de consumidores extranjeros, que de un día para el otro dejaron de estar. Empezamos a trabajar más sobre nuestras redes sociales, a repartir vinos por delivery y cuando pudimos abrir la vereda, cambiamos la carta de comidas”, explica Eleonora, creadora junto a su pareja y cocinero Ohad de este lugar. Aquí cada noche abren ocho, diez o más vinos, un poco al azar o por pedido de algún cliente, que son los que luego van saliendo por copa. Bodegas como Altar Uco, De Ángeles, o Pintom, la innovadora marca de Gabriel Dvoskin. “Hay un consumidor joven curioso, que le alcanza para gastar en vino y quiere probar cosas nuevas. Están saliendo muchos vinos menos intervenidos, pero yo tengo de todo, etiquetas tradicionales y otras muy nuevas, con precios de $500 a $10.000. Estoy convencida de que existe un roto para cada descosido”. Según Eleonora, estos nuevos consumidores que cada tarde llenan su vereda, vestidos con bermudas y remeras, comiendo una pesca curada con crema ácida o una berenjena con miso, quieren saber de vino, pero “no como el típico pretencioso de las ferias. No preguntan qué barrica usó o si tiene maloláctica. En cambio, consultan de dónde es el vino o por qué hay malbecs tan distintos… son preguntas ligadas a la experiencia. Estamos recuperando lo más lindo del vino, ese ritual de abrirse un vinito y pasarla bien”.
Tras el permiso en 2018 del Instituto Nacional de Vitivinicultura (INV) para que las bodegas puedan vender vinos en barriles, durante los meses finales de 2020 se consolidaron los wine bars con canillas de vino tirado. Desde Mar del Plata llegó The Wine Bar, con un salón muy amplio, mesas comunales, estética callejera, vinos propios (elaborados junto a bodegas de renombre, como Finca Suárez o Traslapiedra) y platos que van desde remolachas fritas a las hamburguesas pasando por unos langostinos al ajillo. “Vino sin tabú” es el lema de la casa. Otro ejemplo es Amores Tintos, el primer wine bar de Argentina con nada menos que 16 vinos tirados en su pizarra. “Somos un wine bar con una impronta de cervecería artesanal”, dice su propietario Carlos Fuchs. “Quería un bar donde puedas probar el vino antes de pedirlo, eso no existía”. Ocupando una privilegiada esquina, las mesas de Amores Tintos se llenan desde las 19 horas con un público heterogéneo en edades y conocimientos del vino. “Lo único que tenés que saber es si te gusta. Tenemos vinos de Salta, Mendoza, Río Negro, San Juan. Somos los únicos en sumar vinos de Héctor Durigutti en canillas, como los Aguijón de Abeja y los Carasucia. Están los Pala Corazón de Niven Wines, el Tintillo de Santa Julila, el Pinot Noir de Consentido (del Valle del Pedernal). El vino tirado tiene grandes ventajas: sin los costos asociados a la botella, ofrecemos copas de 170 ml por apenas $140 pesos”, culmina.
La diversidad de bares de vinos que hay hoy en Buenos Aires es inmensa. Están los grandes clásicos como Gran Bar Danzón, que revolucionó la categoría hace ya dos décadas. Está Aldo’s con la curaduría y servicio del gran Aldo Graciani, y también Vico con sus fantásticos dispensers, pero también como hay espacios muy pequeños como Doc en Palermo o Nilson en San Telmo, con su hermosa propuesta de vino al paso. Pronto estará abriendo Vina, con una ventanita a la calle ofreciendo empanadas y vinos de la mano de Sebastián Lahera (el mismo de las pizzas de Pony) junto a sus socios Gustavo y Luciana. Hay incluso lugares secretos –sin siquiera redes sociales– como Las Divinas, del francés Nicolás Ronceray, uno de los promotores pioneros de los vinos llamados naturales. “Decir vino natural es un pleonasmo, por definición el vino es jugo de uva fermentado. Pero el 98% de las bodegas agrega levaduras industriales, sulfitos, chips de madera. Para mí natural es hacer el vino lo más puro posible. Son vinos ricos, muchas veces de bajo alcohol, perfectos para un aperitivo, que revelan su lugar de origen, su cosecha, el tipo de uva, la sensibilidad del viñatero. Los jóvenes hoy buscan esto, quieren vinos con tomabilidad, que se puedan terminar una botella sin dolor de cabeza. Antes el vino era más un producto de los padres y los jóvenes se fueron para la cerveza artesanal. Para mí eso fue un buen paso, ya que comenzaron a hacerse preguntas, de dónde son, con qué lúpulo se hacen… Fue un avance cultural grande”.
Wild Corner ocupa una esquina de Palermo. Sus creadores son Miranda Moyano y Agustín, también responsables de Ser y Tiempo, un wine bar con siete años de vida. Dos lugares bien distintos que ejemplifican la diversidad. Ser y Tiempo es íntimo, con música en vivo todas las noches y una lista de etiquetas completa, desde las grandes bodegas a las más pequeñas. “Con Wild Corner quisimos hacer otra cosa, abrir de tarde en un local luminoso. Yo misma tengo 23 años, es otra cabeza de consumidor. Buscamos llevar al productor al frente, en la comida y en los vinos. Todo es orgánico o con poca intervención, tenemos kombucha tirada casera, ofrecemos vinos como los que hace Santiago Vignoni en los viñedos de su tatarabuelo, y que nos los manda sin etiqueta. De tarde quiero implementar la idea de tomar un pet nat con una carrot cake. El vino debe ser algo relajado. Ese es el mensaje”.