Fuente: Clarín – La esquina del bar El Cairo es fácil de encontrar: enfrente se sitúa el aristocrático Palacio Fuentes, un edificio de la década del ’20, cuyo reloj hace sonar todas las campanadas imaginables, desde el cuarto de hora, la media, los tres cuartos, la hora.
A esas campanadas, podés sumarle las de la Catedral de Rosario, a escasas cinco cuadras, que además llama a Misa y al Ángelus. Ojo: si te alojás por los hostales de los alrededores.
Si para vos las campanadas son algo romántico, todo bien. Si no, pueden provocarte el dolor de cabeza de tu vida. En fin, que estamos en Sarmiento y Santa Fe, en Rosario, la que alguna vez fue la segunda ciudad de la República Argentina, y desde 1999 la capital nacional del helado artesanal.
Vaya una nota de color, y personal: treinta y pico de años atrás, ya contábamos por la calle Maipú con una heladería vanguardista que servía sabor “espagueti al tuco”.
En la esquina en cuestión, hay un poste con el cruce y no indica Santa Fe y Sarmiento, sino Serrat y Fontanarrosa (foto), en honor a la amistad que durante tantos años mantuvieron el cantautor catalán y el bardo genial rosarino. Los exteriores del bar El Cairo, en Rosario.
Es cierto, que desde los principios de este siglo era más fácil encontrarlos tomando café en el Hotel Riviera, que en el bar El Cairo. Incluso al propio protagonista y alma mater del bar El Cairo, el Negro Fontanarrosa, desde los años ’90, era mucho más probable hallarlo en el bar La Sede, de Entre Ríos y San Lorenzo, local que había venido a relevar a una librería de viejo donde Patricio Pron, el escritor radicado en España, decía haber trabajado a los doce años de edad, y en cuyo sótano había -hay- un teatro independiente dirigido por Mario Vidoletti.
Tal como lo ven hoy, el bar El Cairo es un invento reciente, un hermosísimo invento. Antes de entrar a pedirse un cafecito o el clásico carlitos rosarino (un sándwich creado en la ciudad en la década del ’50 en el Bar Cachito por Rubén Ramírez, a saber: idéntico a un tostado pero con manteca, ketchup, dos lonjas de queso y una de jamón), deberán estar al tanto de que a media cuadra se erigen las oficinas del diario La Capital, “decano de la prensa argentina”, como reza su eslogan, diario que aparece hasta en una canción de Fito Páez.
Está también la Farmacia Inglesa, muy antigua, y que ya no existe como tal, y a una cuadra, la peatonal Córdoba, con tiendas para todos los gustos y también bolsillos.
Una vez puesto en contexto, podés entrar al célebre bar El Cairo. El recinto abrió sus puertas por primera vez en 1943 y está pegado al cine homónimo. Un clásico rosarino: salías del cine y te metías en el bar El Cairo. El bar El Cairo, por dentro. Foto: Archivo Clarín.
Sin embargo, el esplendor de su fama no se debe a su larga edad, sino a que en sus mesas se reunían los mal o bien llamados “galanes” y a que un genio de las letras, el humor, y la caricatura argentina se sentaba allí: Roberto Fontanarrosa (1944-2007).
Si alguien tiene el derecho de llamarse “escritor rosarino” con todas las letras, es él. Vivió toda su vida de su arte en una ciudad que tiende a expulsar a sus artistas o a no reconocerlos como tales, si antes no triunfaron en Buenos Aires.
El Negro publicaba diariamente en Clarín, sus tiras de Inodoro Pereyra y su perro Mendieta, por ejemplo, y las enviaba desde Rosario. Fue el creador de Boogie el aceitoso y de una docena de libros que cumplieron el cometido que él deseaba.
Muy pocos escritores pueden decir que han logrado lo que esperaban con su literatura, él le hace honor a lo que sabía decir: “No aspiro al Nobel de Literatura. Yo me doy por muy bien pagado cuando alguien se me acerca y me dice: me cagué de risa con tu libro”.
Después, cuando ya fue famoso, hubo una media docena de películas con sus guiones y personajes, y otras tantas obras de teatro inspiradas en sus cuentos.
Generoso como nadie, las brindaba para que las hicieran los teatreros de Buenos Aires, los mismos porteños que, como escribió con sarcasmo en alguno de sus cuentos, “nos robaron el puerto”.
Hoy pueden encontrar en distintas editoriales y plataformas, sus textos en forma digital, audiolibros y podcást. Van a toparse con muchos leídos por Alejandro Apo y por Hernán Casciari.
Futbolero hasta la muerte y de Rosario Central, el Negro llevó la pasión al extremo en sus cuentos, como el Che Guevara, que convirtió a todos los cubanos en hinchas de su equipo.
Rosario Central, con su camiseta auriazul a bastones, padece la sinonimia de otros clubes como Central Córdoba (que es rosarino) y como el Club Atlético Central Córdoba (que es santiagueño).
En la época del Negro Fontanarrosa, cuando los galanes se reunían para debatir sobre cuanto buey se perdiera, el bar El Cairo no era lo que es ahora, y por supuesto, no poseía una pequeña cava de Malbec y Corte de Uvas Tintas con la etiqueta “La mesa de los galanes”, de mano de la bodega Viña Las perdices.
El Cairo era un bodegón de olor agrio, minado de un humo denso de cigarrillos negros, varoniles, letales. En 2007, el historiador Rafael Ielpi y Marcelo Menighetti publicaron por la editorial Homo Sapiens un libro sobre el bar: Historias de El Cairo, donde se pueden conocer las aventuras del local desde sus inicios.
Gracias a ese libro, queda asentada la nómina de personajes que constituía la mesa. Algunos de ellos artistas, otros no, y una sola mujer, poeta por añadidura, Malena Cirasa.
Muchas de las historias de esa mesa, hayan sido reales o no, pasaron por ósmosis a la pluma del Negro, y quien tenga ganas está invitado a leer el libro La mesa de los galanes, de 1996, y reeditado por Planeta en 2021.
Allí, entre una exorbitancia de humor, van a encontrar a Beto, El sordo, No se puede tener todo y otros más sobre las andanzas de los muchachos que se sentaban en El Cairo.
Caballeros intelectualosos con problemas de polleras, políticos tramando sus matufias, y todo aquello que uno podría encontrarse como habitué del antro que antes de ser un bar notable rosarino era eso: un antro irrespirable de nicotina.
Mi familia tenía un chiste puertas adentro cuando algo olía muy mal: “Dios mío”, gemíamos, “parece el baño del bar El Cairo”.
Hoy, el bar El Cairo da cuenta de la historia citadina. Adentro, hallarán una escultura de Roberto Fontanarrosa con su eterna media sonrisa, y le agregaron de compañeros a dos próceres nativos de la ciudad: Lionel Messi y Angelito Di María haciendo con los dedos el corazón, ese gesto suyo de cada vez que mete un gol.
El bar El Cairo tiene además una pequeña librería y una tarima donde suelen tocar bandas rosarinas, en días y horas insospechadas.
Está atendido por diligentes camareros y bellas camareras que, como bien se sabe, son de las más lindas del país. El Negro tenía la teoría de que las mujeres más hermosas de la república eran rosarinas, no por la mezcla de fenotipos migratorios, sino porque son alimentadas desde la infancia a milanesa de soja.
Por ende, la única manera de comprobar con sus propios ojos esta ciudad con alma de pueblo, donde la gente sonríe, pide por favor y es agradecida, donde hasta te pueden dar fiado apenas conociéndote, es viajando.
Rosario está a escasos 299 kilómetros por autopista. En transporte público, pueden hacer el viaje por tren: demora unas seis horas y los deja en el corazón del ex barrio prostibulario Pichincha.
Si lo hacen en micro lleva una hora y media menos, y tienen frecuencia desde Retiro cada media hora. En cambio, si lo hacen en auto llegan a la ciudad en tres horas y algo, yendo tranquilos, y hasta pueden elegir viajar de manera cómoda y económica, gracias a una app de autos compartidos creada por la asociación civil STS Rosario: Carpoolear.